El 15 de agosto celebramos la solemnidad de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo, según afirma el dogma proclamado solemnemente por el papa Pío XII en 1950. Muchos pueblos de nuestra Diócesis, de España y del mundo entero festejarán esta verdad de fe unida indisolublemente al dogma fundamental del credo cristiano que es la resurrección de Jesús.
Aunque la definición dogmática es del siglo pasado, ya en los orígenes del cristianismo se tuvo como verdad de fe que María había sido elevada al cielo en cuerpo y alma para participar con su hijo de la gloria eterna. Hablamos de Asunción de María para indicar que su elevación a la gloria no fue por su propio poder, sino por la acción de Dios. Así aparece ya en textos cristianos antiguos, uno de los cuales se lee en la vigilia del día 15 que los padres franciscanos celebran junto al sepulcro de María en el torrente Cedrón, donde los judíos acostumbran a enterrar a sus muertos hasta el día de hoy.
Hay varias razones por las que ya los primeros cristianos confesaban que María, unida a Cristo, no podía experimentar la corrupción del sepulcro. En primer lugar, si la muerte —como afirma la Escritura— es consecuencia del pecado, y María no tuvo pecado, ni original ni personal, la lógica de la fe (y de la razón) deduce que fuera llevada a la gloria en cuerpo y alma. Lo requería también el hecho fundamental del dogma mariano: su maternidad divina. Si gracias a ser la madre del Hijo de Dios, fue preservada del pecado de origen, del mismo modo debía ser preservada de la corrupción del sepulcro.
Si, por otra parte, la unidad de cuerpo y alma es un dato fundamental de la antropología bíblica, sería inexplicable que María, la Toda Santa según la tradición oriental, no gozara ya de la gloria definitiva en la unidad integral del alma y del cuerpo. En esto, naturalmente, se diferencia del resto de los cristianos. Cuando nos llega la muerte, el alma justa es llevada a la presencia de Dios para participar en la gloria eterna, y sólo al final de la historia, los cuerpos resucitarán para gozar de la unidad rota por la muerte. La gloria de los santos, podemos decir, no es plena hasta la resurrección final. Por eso, esta fiesta ha sido entendida por el pueblo cristiano como el triunfo de María que nos precede en la gloria preparada por Dios para el hombre en su integridad. El gozo que invade a la Iglesia en la Asunción de María es en cierto sentido un preludio del que experimentaremos todos los salvados en la resurrección final. Primero, Cristo; después, María; al final, nosotros.
Interesa saber que, cuando los arqueólogos iniciaron sus trabajos para excavar la zona donde según la tradición se hallaba el sepulcro de María, lo hicieron siguiendo el texto cristiano primitivo que narra cómo los apóstoles condujeron el cuerpo de María al sepulcro y lo depositaron en él. La confianza que pusieron en el texto fue compensada con la alegría de hallar lo que buscaban: su sepulcro vacío, venerado hoy en la iglesia ortodoxa del torrente Cedrón. Este lugar es, según muchos estudiosos, uno de los sitios mejor atestiguados de la historia cristiana de la Jerusalén de tiempos de Jesús. Venerar ese lugar es confesar el triunfo de Cristo sobre la muerte, triunfo del que su madre no podía por menos de participar una vez que, según el dogma, «terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Es hermoso saber, como hicieron los artistas de Oriente, que María está junto a su Hijo en el trono celeste, pues se mantuvo de pie con fortaleza de mártir al pie de la cruz. La muerte no podía separarlos en su final.
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Obispo de Segovia.
