Desde que lo hiciera por primera vez en el mes de mayo pasado en una audiencia pública, el Papa Francisco aparece con alguna frecuencia en silla de ruedas, a causa de un dolor fuerte en una rodilla que le impide caminar con normalidad. Hay quienes, ante este hecho, unido a que tiene 85 años, expresan si no habrá llegado ya el momento de su jubilación. La verdad es que no se le ve “capitidisminuido”, que en el diccionario castellano significa debilitado, mermado, a pesar de su edad y situación. “Tiene la cabeza y el corazón en su sitio”. Algunos de sus visitantes son quienes no acaban de saber cómo comportarse o dirigirse a él en esa situación.
Los que tenemos la suerte de compartir vida con personas con alguna discapacidad, damos fe del potencial humano que desarrollan y de la alegría con que se desenvuelven por la vida, cuando han asumido su situación, y desde ella, ponen a disposición de los demás sus capacidades que, como decimos en Frater, siempre superan a sus limitaciones. Parece ser la actitud del Papa, que permanentemente nos sorprende.
Sorpresa grata fue que el año pasado instituyera para toda la Iglesia Católica la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores a celebrar el cuarto domingo de Julio, este año el día 24, cerca de la memoria litúrgica de los santos Joaquín y Ana, abuelos de Jesús. En su mensaje de este año, titulado “En la vejez seguirán dando fruto” (Salmo 92,15) reconoce el Papa que esta expresión y realidad “va a contracorriente respecto a lo que el mundo piensa de esta edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de los ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro”.
“La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones. Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que, mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”.
Reconoce que la ancianidad no es una estación fácil de comprender, tampoco para quienes ya la estamos viviendo. “A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa”. Reconoce que las sociedades más desarrolladas invierten mucho en esta edad de la vida, pero advierte: “no ayudan a interpretarla; ofrecen planes de asistencia, pero no proyectos de existencia”.
Y ante esto anima a las personas mayores a pesar de “que las fuerzas declinan o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis sus certezas” a seguir esperando en Dios, “Él seguirá dándonos vida y no dejará que seamos derrotados por el mal. Confiando en Él, encontraremos la fuerza para alabarlo cada vez más y descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición!”
Y nos invita a toda la Iglesia a “anunciar esta Jornada en las parroquias y comunidades, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que están solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo”.
Y una afirmación contundente: “los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!”. Lean el mensaje íntegro. Les va a hacer bien.
