Todo el galimatías de la memoria histórica en sus diversos formatos ha hecho olvidar algo más patente y racional: las tradiciones históricas; las trayectorias coincidentes y prolongadas a lo largo de los tiempos de las ideas políticas. Y curiosamente entre las memorias históricas de socialistas, comunistas y revolucionarios de mayor o menor trayectoria, se ha perdido una realidad sobre la que se ha construido nuestro presente democrático: la tradición del pensamiento y de la acción liberal española. Asunto más lamentable aún cuando se echa la vista atrás y se reivindica un pasado que tiene más que ver con la imaginación que con la racionalidad del discurso histórico. Entre nostalgias y emociones subvencionadas, se nos está escapando la historia como explicación racional.
La aportación de nuestro liberalismo es un par de siglos de luchas de gentes con una visión positiva de los seres humanos. Los que sostuvieron que el hombre actuaba en busca de su felicidad, quizá se equivocaran a veces en determinar el contenido de esta; pero no eran intelectualmente unos amargados. Incluso sus precursores mantuvieron siempre ese optimismo. ¡Y mira que les hicieron faenas en el intermedio de sus vidas! El cuadro que Goya le pintó a Jovellanos lo dice todo: no hace falta ni dibujar sus palabras, que equivaldrían a un forgiano: ¡país!
La tradición liberal española, la moderada y la progresista, plantaron cara intelectual al despotismo absolutista, a la cerrazón social de los estamentos al proclamar la igualdad de las gentes; al integrismo que ahogaba la libertad de pensamiento y de expresión. Si a alguien le pareciera que estos frentes políticos son territorio conquistado hace tiempo se equivocaría. Sería un perfecto ingenuo, por decirlo sin ofender, aunque falte el realismo.
Estamos en plena guerra por la libertad de expresión: la quieren eliminar el lenguaje inclusivo, la corrección política, el bloqueo violento de actos académicos y políticos, los refugios para quienes se sienten “heridos” por la expresión de algunas ideas, la condena y santificación de personajes históricos, etc. Pero también la ahogan los jefes de redacción y de sección de los medios dominantes (los directores están de charla perpetua con los políticos y los presidentes de las corporaciones) que actúan de filtro de la libertad de sus empleados. Y digo empleados, porque apenas quedan ya periodistas. Los que quedaban los han ido despidiendo de las redacciones. Y la libertad de expresión, derecho de seres humanos y no de empresas mercantiles, languidece en corporaciones de medios y en partidos y en sus aledaños. Porque para apretar gargantas y cortar lenguas siempre hay un montón de voluntarios.
Y qué decir de la igualdad real ante la ley. Estafadores de hacienda se libran de sus delitos por prescripción de los mismos, mientras funcionarios ordeñadores consiguen sus pluses de productividad machacando a gente a la que, por adelantado, se le roban literalmente, sin juicio previo que lo decida y ni siquiera oportunidad de que se explique, sus magros ingresos de su cuenta corriente.
Nadie parece capaz de recoger una tradición que nos ha dado el constitucionalismo. Que ha tenido que luchar primero y negociar después para fijar los límites en los que el derecho encauzaría el ejercicio de los derechos individuales. Que mientras extendía el telégrafo, trazaba los ferrocarriles, construía la administración pública, hacía llegar la autoridad del estado hasta el último rincón, luchaba contra el autoritarismo absolutista por lo menos en tres ocasiones, dos de ellas auténticas guerras civiles, para construir lo que hoy llamamos estado constitucional español. Más aún, que acabaron inventando España, la España en la que aún vivimos.
Una línea de pensamiento y acción política de carácter permanentemente reformista, que aprendió a superar divisiones mediante pactos en momentos históricos y que no renunció a la dignidad de las libertades en otras muchas. Que tiene continuidad desde Jovellanos a Azaña (por limitarme a los históricos)… Lo lamentable es que ningún partido político español actual haya sido capaz de convertirlo en su tradición, de situarse en la línea de fuerza de unos libertadores cuyos esfuerzos y heroicidades (por muy teatrales que parecieran) suponían a veces jugarse la vida ¡Qué pena que nadie reivindique a Torrijos, ni a Diego de León! Que se haya olvidado a Espartero (¡el Príncipe de Vergara!), Prim, Serrano (enterrado entre tiendas de lujo)… Y que una alcaldesa, casi analfabeta, tilde de fascista al Almirante Cervera.
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(*) Catedrático de Universidad.
