Quienes distinguen, como Machado, las voces de los ecos les deben zumbar los oídos constantemente. Quizá para poder vivir sin ese bramido de fondo hayamos conseguido (milagros de la evolución) acallarlos y convencernos de que forman parte del paisaje ruidoso de nuestra ciudad.
Pero no lo podemos ignorar. Cada día se levanta un clamor atronador que recoge los gritos acumulados (día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, siglo tras siglo) de los maltratados, explotados, exprimidos, marginados, ignorados, insultados, acosados… Y no es cosa solo de hombres y de mujeres. También la naturaleza (la del medio ambiente y la creada por los hombres) ruge de dolor herida por ataques que perpetran y realizan quienes se han colocado en los tronos de poder. Aunque estos se han multiplicado como setas, siempre respetan la jerarquía tiránica superior que deja muy claro qué se puede y qué no se puede hacer.
Esta situación que engendra tanto dolor y acumula tanto sufrimiento, en tantos lugares y a lo largo de tanto tiempo recuerda los desgarradores gritos del parto de otras épocas o de otros lugares. Por eso surgen de tiempo en tiempo personas que claman por su liberación: por la propia, por la de la sus iguales, por la de su trozo próximo de naturaleza, por la de su cultura… Se podría decir que la historia es la sucesión de los diversos intentos por liberar a la humanidad del sufrimiento. Otra cosa es en qué se han convertido esos movimientos de liberación.
El estribillo machista de un corrido podría servir de síntesis a ese otro de liberaciones prometidas a lo largo de los siglos: “Marieta, no seas coqueta/porque los hombres son muy malos/prometen muchos regalos/ y lo que dan son buenos palos.” La humanidad anda como la Marieta mejicana, apaleada y acumulando decepción tras decepción después de cada liberación.
Cada revolución que promete liberar comienza con una limpieza “del mal”. La revolución francesa se saldó con decenas de miles de ejecutados. De ahí en adelante cada nuevo intento ha incrementado el número de depurados por asesinato hasta ponerse en cifras de millones. Ya se ve que acabar con la injusticia mediante la opresión de los opresores supone volver a la casilla de salida. Quizá esa sea la única lección clara y universal de la historia como maestra de la vida.
Puestos a pensar, quizá lo único claro de ese monumental gemido es su origen: la discriminación. Y la discriminación parte de una convicción: el convencimiento de una parte de la humanidad (da igual que sea grande o pequeña) de ser distinta y superior al resto; hasta tal punto que los otros siempre son menos por cualquier concepto. Y frente a la discriminación solo cabe la igualdad en lo esencial: en lo que nos conforma como seres humanos sujetos de los mismos derechos. En esto hay que reconocer que los cristianos nos llevan ventaja: la igualdad para ellos se fundamenta en que todos somos hijos del mismo Dios. Ahí no hay dioses menores. Además es una igualdad de hijos, en la que el afecto aparece junto a la justicia.
La discriminación es más fácil cuando nuestro origen se cifra exclusivamente en un mono, o en varios. Porque siempre es más fácil justificar que los de tal rama eran mejores que los de otra. Y que la igualdad se fundamente en un mono hay que reconocer que tiene poco recorrido jurídico (por mas que se empeñen los animalistas). Si además, el mono en su conducta y evolución está determinado por la violencia, la afirmación de sí y el sexo, la tolerancia (la consecuencia social inmediata de la igualdad) se hace mas difícil de justificar . Y si a eso añadimos que la clase social nos ha hecho radicalmente diferentes y que la igualdad exige la destrucción de los de arriba por los de abajo, no te digo por dónde andamos…
Quizá sea imposible organizarnos para acabar definitivamente con ese gemido del hambre, de la esclavitud en sus diversas formas y en todos los sitios; pero siempre tenemos a nuestro alcance personal modos de acallarlo. Y lo bueno es que nos hará un poco mejores y nos liberará personalmente de nuestras sórdidas pequeñeces: de la comodidad del avestruz, de la tacañería del consumo estúpido… y hasta del mal humor del negativo que piensa que nada tiene arreglo.
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Julio Montero es Catedrático de Universidad.
