Como ser un buen homo sapiens (3). Traspasar las fronteras del tiempo
Me escribe un amigo, no sé si preocupado o contento, porque le parecía que mi última columna situaba la religión como un fenómeno cultural más y si, consiguientemente, me había hecho ateo. En realidad decía si “me había convertido al ateísmo.”
Demasiadas cosas en un párrafo. Vayamos por partes. Desde luego es verdad, o así me lo parece a mí, que las religiones son, de tejas para abajo, un fenómeno cultural, sobre todo. Y eso no es reducir su potencial. Eso es constatar una realidad, porque una religión que no logre convertirse en un fenómeno cultural carecerá de raíz entre los seres humanos. No hay religión si sus dogmas no los apropian las gentes (al menos algunas gentes) de alguna época.
Precisamente en ese sentido se habla de una cultura cristiana. Esa apropiación de la religión se transforma en arte (en pintura, en escultura, en arquitectura…) y se manifiesta igualmente en literatura (prosa, poesía, o lo que se quiera en términos de género), en teatro y músicas, en ópera o danza escritos y representados. Y ha cuajado en las diversas tradiciones jurídicas (las germanas y las latinas sobre todo) basadas en la radical igualdad que se sigue de ser hijos de Dios, y aunque las realidades hayan conseguido imponer fuertes desigualdades sociales nunca se ha perdido esta base teórica, que es cultura.
Y esto puede aplicarse a otras religiones en las que predomina más la referencia a la eternidad o a la naturaleza, al tiempo o al espacio. Pero lo verdaderamente importante de las religiones en general y del cristianismo en particular es su capacidad para romper las barreras de los distintos niveles del tiempo en cada ser humano personal y concreto. Sobre todo para sobrepasarlas y meterse en la eternidad.
Desde luego hay religiones en las que el espacio domina sobre el tiempo como rasgo clave. Son todas aquellas que aceptan la naturaleza como una perpetua unidad equilibrada en que vidas y muertes se complementan y se suceden como partes de ella. Las vidas son meras modalidades de ser en una naturaleza en la que no importa el tiempo. Buda y Confucio, en la medida en que se han quitado el tiempo de encima se situaron en esta línea.
En el cristianismo la cosa cambia. Se promete la eternidad al que vive de acuerdo con el querer de Dios. Se confía en una conexión entre dos rangos de tiempo, su ausencia en un eterno presente, y el correspondientes a nuestra biografía, que es por definición, próximo, cercano e “implicante”. En el fondo, el único disponible a nuestro alcance.
Incluso puede entenderse de un modo más radical: nuestro espacio biográfico abre las puertas al no-tiempo, que ofrece dos modalidades: una de felicidad por siempre y otra de obscura tenebrosidad doliente también sin fin. Podría entenderse que puedes comprar una buena o mala eternidad con tu modo de vida temporal. Si te descuidas sería un contrato: haz esto y lo otro y sobre todo, no hagas lo de mas allá y al final, la eternidad en modalidad feliz. Y en eso está en el fondo bastante gente, da la impresión.
Para los ateos no hay posibilidad de salto entre estas dos modalidades de tiempo. En realidad para ellos sólo se puede vivir en el tiempo. Lo coherente sería sostener igualmente que únicamente vivimos en un espacio, en una naturaleza. Nos disolveríamos en una y otra sin más al expirar.
Lo peor del cristianismo para la gente sin preocupación religiosa alguna es que la decisión sobre a qué eternidad nos dirigirán queda en manos de un juez. No hay enchufes y no caben sobornos. La materia además es amplia y aunque se sabe bien de qué tratará, nunca se está del todo seguro. En fin, en la tarde de la vida nos examinarán de amor (“no del grado de alcoholemia, ni del grado de doctor” como decía un cantautor que tuvo que hacerse catedrático para vivir), pero esa asignatura es difícil de controlar. Y, además, no se anuncian en internet empresas que presenten el trabajo por nosotros y lo seguro, además, es que se detectan siempre, y no se toleran, los plagios.
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(*) Catedrático de Universidad.
