No hacer nada se parece mucho a no ser nada, o a no tener interés en serlo. Tirar el tiempo, perderlo, se parece mucho a tirar la vida, a perderla. Porque con el tiempo se nos va la vida si no hemos sido capaces de hacer algo con ella. Es la diferencia entre limitarse a que nos pasen cosas o a protagonizarlas. En ese vivir de modo activo, en ese realizar algo positivo, no se nos va la vida, sino que la construimos mientras mejoramos personalmente.
Este modo de ver las cosas no es un trasplante ibérico del sueño de un aspirante a presidente de los Estados Unidos que ha visto demasiadas películas o series de televisión. Es sencillamente un modo de plantearse la vida como algo más que un permanente no hacer nada; como un paseo por un parque de atracciones, al que se acude con más o menos dinero, con más o menos ganas de divertirse, con más o menos ilusión por nuevas o viejas ofertas, con acompañantes divertidos o aburridos, de toda la vida o recién conocidos… En fin: con esos planes tan estupendamente llenos de vacío.
Tener toda una vida por delante es disponer de todo nuestro tiempo para dedicarlo a algo, a alguien. Porque la alternativa, dedicarlo a nosotros en exclusiva, no se sabe muy bien qué significa y menos aún cómo se puede hacer si no eres una de las personas más ricas e influyentes del mundo. Y esos son muy pocos y me temo que mis lectores no estén entre ellos. Porque no es ni siquiera fácil dedicar toda la vida a acumular caprichos.
¿Qué le queda a la gente corriente y moliente?¿Una vida aburrida, de segunda división? Me parece que hay posibilidades más atrayentes al alcance de todos. Lo primero es que todos los días son buenos para vivirlos con plenitud. Y es que cada jornada constituye un desafío en el que nuestras necesidades piden soluciones a nuestras capacidades. Es precisamente en la vida normal donde se vive. Las ensoñaciones, el dejar correr la imaginación en aventuras irreales o entre ficciones dramáticas, el saltar continuamente de héroes a mártires en ensoñaciones baratas, nos quitan la vida de verdad y nos meten en una telenovela sin fin… y sin sentido. Pérdida de tiempo y de vida real.
La vida real, la que nos toca a cada uno, no se construye sobre hipótesis irrealizables (si mi padre fuera mi tío, yo sería primo hermano mío), se libra en los pasillos de nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo. Ahí nos esperan nuestros héroes y nuestros villanos. Los seres de carne y hueso entre los que hay que construir una vida. El vecino vigilante que quisiera ser policía, verdugo y juez en su recorrido diario por la escalera de la comunidad de vecinos. O el amable que espera, sin decírselo a nadie por supuesto, una oportunidad para hacernos un favor y quizá para que hablemos con él. Y un montón enorme de gente que hace lo que puede: normalmente evitar líos, llegar a trabajar a tiempo, atender a sus deberes familiares… En fin, modos de demostrar a la gente que tiene alrededor que los aprecia y que está en buen plan y que está dispuesto a dedicarles tiempo.
No es extraño que el mejor sitio y momento para hacer una valoración realista de una vida sea los funerales. Para entonces ya se ha acabado el tiempo y la vida del interesado. No me refiero a esos momentos de ensoñación en los que imaginamos nuestro propio entierro y entonces todos nuestros “enemigos” se arrepienten de todos los “males” que nos han hecho y todos los asistentes, ¡por fin!, son conscientes de lo buenos que éramos y de lo abnegado de nuestra vida. Filas de amigos lloran desconsolados porque no nos devolvieron el afecto que les demostramos… Lo peor de estas ensoñaciones es que somos incapaces de encontrar esos hechos buenos y nos los tenemos que inventar. En los entierros de verdad todo es más fácil. Primero: hay mucha o poca gente.
Segundo: nos echan de menos o no. Tercero: algunos lloran porque querían al muerto. Y cuarto: no es extraño descubrir sonrisas en algunos rostros, ya al alejarse, que recuerdan algún buen rato con el finado. Me parece que ese último es el mejor indicador de una vida plena.
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(*) Catedrático de Universidad.
