No es extraño que la nueva lideresa del cambio climático sea casi una niña. Eso la evita tener que explicar cómo los seres humanos de la vida corriente podemos influir de modo efectivo en los acontecimientos de las eras geológicas. Cómo explicar y demostrar de modo científico ese activismo es imposible, sus partidarios (y conste que me parece una opción honesta) han decidido adoptarlo como religión.
Lo mejor de las religiones son sus dogmas. Con algún que otro elemento razonable puede construirse ficciones estupendas en muchos sentidos. El primero, porque como son sencillas de entender tranquilizan mucho a sus practicantes sea cual sea su cultura. El segundo, porque normalmente los dogmas son bastante buenos y desembocan casi siempre en buenos consejos que facilitan una convivencia óptima llena de amabilidad y buen rollito.
Lo malo de las religiones son sus versiones fundamentalistas. Cuando dejan de presentarse como una opción libre y se empeñan en liberarnos a todos sin remisión y a la fuerza y conducirnos a disfrutar del paraíso a golpe de vara y pedrada. Este problema es en realidad el empeño de los integristas por “integrar”, aunque sea a puñetazos, dos tiempos en uno: la eternidad y el presente. Es verdad que las modernas religiones han sustituido la eternidad (demasiado complicada de explicar) por versiones en las que no nos morimos (o tardaríamos tanto que nos gustaría hacerlo ya de una vez) y en las que no hay enfermedad, ni dolor, ni trabajo, ni maldad… es todo como un anuncio pasado por un suavizante detergente social.
Ese tiempo de limpieza extraordinaria de tierras, mar y aire es casi idéntico al cielo que pintaba El Bosco. Se olvida claro de esos pequeños detalles de la naturaleza que tanto bien nos hacen. Desde los más espectaculares, como terremotos, explosiones volcánicas, lluvias o nevadas casi infinitas, tormentas marítimas, tsunamis, inundaciones, etc. Hasta otros más modestos pero infinitamente más importantes: movimientos geológicos que secan mares, o levantan cordilleras, o separan continentes, o los crean, o los dejan hundirse suavemente…
Solo las religiones pueden convencernos de que la acción de los seres humanos puede llevarnos a una eternidad feliz o, en sus versiones materialistas, a magníficos paraísos en la tierra.
El cambio climático, en realidad el intento de evitarlo, me parece un empeño propia y fundamentalmente religioso. Un esfuerzo intelectualmente inútil por convencernos que podemos influir en un orden de tiempo que se nos escapa, que conforma nuestro contexto. Lo clave aquí es que vivimos en el tiempo geológico, pero esa cronología se nos escapa, no lo percibimos como nuestro. Y la militancia sea del tipo que sea se desarrolla siempre en el tiempo biográfico (y si esto dura mucho puede que llegue al histórico).
Basta con ir a Roma y en sus alrededores te enseñan que el viejo puerto romano de Ostia Antica está ahora a unos cinco kilómetros de la antigua costa imperial. Uno de esos raros cruces entre los tiempos geológicos y los históricos. Siempre me he preguntado sobre la responsabilidad de las sucesivas generaciones de italianos que han vivido por allí en este desastre. Me parece que ninguna. Se han adaptado a ello: ahora es una de las playas de Roma y un magnífico museo al aire libre que muestra una ciudad de aquel entonces.
No soy contario al equilibrio ecológico. Pero me parece una amenaza infinitamente mayor que las armas nucleares estén en manos de unos personajes que no parecen muy equilibrados; que esos mismos personajes, u otros parecidos, puedan someter a pueblos enteros a sus estúpidas veleidades o simplemente a su descarado y brutal enriquecimiento; que otra panda de modernos me quiera imponer un determinado modo de hablar para lograr que no se note su estupidez. En fin: el problema clave es que estamos encerrados en la jaula de nuestro tiempo y que debiéramos atender a lo que realmente podemos cambiar: lo social, lo cultural, lo político, lo económico, lo próximo. Y eso sí: libertad de religión, pero sin fundamentalismos.
——
(*) Catedrático de Universidad.
