Hablaba con un amigo en una agradable sobremesa. Los dos hemos ejercido de profesores y ambos recordábamos algunas situaciones en que la emoción erizó nuestro bello. Antiguos estudiantes se nos acercan, nos reconocen, en calles, bares, exposiciones, encuentros varios, museos… y nos dicen, de golpe y porrazo, que nos deben mucho. Unas veces por una buena experiencia en clase, otras por una conversación con ellos, o por nuestra actitud a lo largo de todo un curso, o por lo que les descubrimos (desde que las matemáticas eran asequibles e interesantes a que la historia era la maestra de la vida), o por cualquier otra cosa que desde luego habíamos olvidado totalmente, o que ni siquiera haciendo memoria llegamos a tener conciencia de ella. Porque recordamos algunas (las menos) y otras no.
Lo mejor es que la simple rememoración de estas situaciones tan agradables produce efectos de intensa felicidad y satisfacción. Debe ser que de repente y de modo inesperado alguien nos hace caer en la cuenta de que nuestra vida, nuestro trabajo, ha sido útil para él. No digo que estas situaciones sólo se produzcan entre el profesorado (y da igual si en la universidad, en el instituto o en el colegio, o donde fuese); pero es verdad que se da mucho entre nosotros. Y concluíamos que eso precisamente era lo mejor de nuestra profesión, aunque no se pagara.
Como solo somos profesores y no brillantes ejecutivos (recientes descubridores en un master, como don Nuño que la mano cerrada se puño) no se nos ocurrió hacer un cálculo del valor de todo esto. Quizá nos equivocáramos, pero nos pareció, a primera vista, que aquello era uno de los intangibles más valiosos de nuestra actividad profesional. Y ahí empezó este artículo, aunque ahora vaya por mas de la mitad.
Hay todo un conjunto de especialistas (iba a decir sabios, pero la cosa no da para tanto) empeñados en calcular el valor de los intangibles. Los intangibles son esos bienes que nadie sabe que son bienes, lo que hace difícil saber lo que valen, y sobre todo nadie sabe lo que son. Porque lo intangible es lo que no puede, o no debe, tocarse. Y parece que los expertos hacen caso a la definición y apenas si se acercan a ellos… Quizá esa lejana proximidad tan típica del aspirante a ejecutivo que se queda en cantamañanas, repite-fórmulas o ignorante ilustrado, haga que haya tanto despiste sobre el asunto. Porque se limitan a verlo todo de lejos, a veces muy de lejos aunque estén aparentemente encima de ello.
Al parecer, que una persona hable bien, sea capaz de hilar correcta, elegante y convincentemente una argumentación y además la ponga por escrito en un espacio previamente determinado es un intangible. Salvo que seas periodista, en cuyo caso en eso consiste tu profesión: por eso te pagan. Valorar ese intangible es fácil: basta con mirar tu nómina cada mes. Es lo tangible que el mercado paga por un intangible.
Luego está el prestigio que es el intangible más preciado. Algunos deben pensar que es contagioso, porque aspiran a que se les pegue por estar cerca de alguna persona que tenga prestigio. Antes, tenía prestigio de cuna la nobleza titulada. Si querías una cena deslumbrante no podía faltar un marqués en tu mesa. Ahora el prestigio se adquiere en connivencia con los medios y siempre en alguna especialidad. Por ejemplo, que una famosa o famoso por cualquier concepto acuda a una fiesta puede inculcar esa cualidad a todo el que acuda a ella. Se ha de suponer por tanto que quienes aspiran a alguna ajena al del intangible no se le ocurra aparecer. Porque le podrían considerar contagiado del mismo talante.
Pero los intangibles mejores son los que estudian los expertos para ponerlos en venta. Por ejemplo, un club de fútbol en crisis, o un periódico que no compra nadie. Es curioso cómo se calculan los valores de estas entidades quebradas. Parece mentira que alguien quiera desprenderse de ellas: ahí todo son intangibles elevadísimos.
Mientras tanto, los profesores sabemos bien lo que valen nuestros intangibles: una refrescante satisfacción que nadie puede pagar y que nos hace pensar que hemos sido útiles. Y eso sí que es tangible: a veces hasta se nos saltan las lágrimas.
——
(*) Catedrático de Universidad.
