Tengo un amigo que tiene una lista de amigos. Le viene bien. Le sirve para caer en la cuenta de llevar tiempo sin hablar con unos; o planear cómo quedar con otros para mantenerse informado de lo que se informan los amigos; para ponerse al día; en algunos tiene fechas de cumpleaños o de otras cosas que son interesantes para ambos… y de vez en cuando borra a alguno y pone a otros, porque la amistad es algo vivo y muere y vive y revive. Al principio me parecía una cosa artificial eso de la lista. Después me he dado cuenta que es muy útil. La lista de mi amigo es relativamente amplia y han encontrado sitio en ella gentes muy diversas en edad, cultura, pensamiento y lugar de residencia. Tiene unos veinte.
A mí me gustó la idea y hace tiempo que la hice propia. Un conocido, cuando le conté el invento, a punto estuvo de aterrorizarme con la ley de protección de datos. Según él cada amigo debería darme su consentimiento informado para estar en mi lista. Lo que no sabría es de qué le tengo que informar: ¿de que le aprecio?¿de que me preocupan sus preocupaciones y me alegran sus alegrías?¿de que voy a llamarle por su cumpleaños o ponerle unas letras por whatsapp?¿de que le preguntaré cómo van sus cosas y le diré cómo van las mías?¿de que me interesaré por su familia, por su trabajo y de que corresponderé recíprocamente?¿de que le preguntaré qué le pasa cuando advierta que anda triste o desanimado o cansado y que me tendrá que aguantar lo mismo a mí?…
Desde luego la amistad exige comprender al amigo. Y la comprensión empieza con un acto de la inteligencia: comprender es entender, antes que nada. Enterarse. Hay que procesar en nuestro cerebro qué le pasa, cuáles son las circunstancias en que se mueve, cuáles sus temores y miedos y sus amores y cualidades positivas. En fin, comprender es dedicar tiempo a una persona que quiere desahogarse, ni siquiera que le ayudemos a resolver sus problemas. Se conforma con compartirlos. A veces se utiliza la expresión “hacerse cargo” para definir esa actitud. Y es acertada, porque ese el primer paso hacia la amistad.
Pero antes de comprender a alguien hay que tener un cierto interés (que evoluciona enseguida hacia interés cierto) por él y por sus cosas. Es como la prehistoria de la comprensión. No hay comprensión, no cabe, cuando falta el interés. El amigo nos tiene que importar y también sus “alrededores”. Y eso suele concretarse en que se comparten intereses. Por eso no cuesta (y aunque cueste) poner un mensaje alegrándonos con él por una buena noticia… y da igual que sea familiar, deportiva, profesional, política, cultural, religiosa, etc.
Si se tiene interés por una persona y se intenta comprenderla es preciso escuchar. En realidad, cuando ya hay amistad, estar con los amigos es sobre todo escucharlos, dedicar tiempo a esta silenciosa tarea. Alguien me hizo considerar hace tiempo que el ser humano viene preparado biológicamente para escuchar, porque tiene dos orejas y solo una boca; pero quizá es que se necesiten dos pabellones auditivos para procesar todo lo que una boca pueda dar de sí.
Escuchar para comprender, pero sobre todo para disculpar. La disculpa casi va dentro de la verdadera comprensión; además es más realista. En realidad la disculpa es una forma de comprensión, porque en la medida en que nos hacemos cargo de lo que pasó, y de cómo pasó, podemos entender mejor el porqué ese amigo hizo u omitió lo que fuere o no… y disculpar es quitar culpa, y sacar la culpa de en medio ayuda a ver las cosas con mayor claridad. Otra cosa serán luego las responsabilidades.
La amistad implica también servicio al amigo. Nada servil. Es la disposición a serle útil primero, porque en caso contrario aquello no sirve para nada. Significa esto que la utilidad la recibe el amigo, no nosotros; que en el centro de esa disposición a servir se supera el mero interés personal y los ya famosos “win to win”. El servicio en la amistad es una apertura a la gratuidad, a no buscar correspondencia, ni llevar cuentas de lo que los amigos nos “deben”. No es una inversión que busca recuperarse en el futuro.
La amistad lleva consigo también, no pocas veces, el deber de exigir. Antes desde luego debe ir todo lo demás y en cualquier caso un amigo nunca es un juez; pero los actos tienen responsabilidades anejas y el amigo leal ha de recordarlas cuando sea preciso. Con claridad si no se entienden a la primera, pero dejando al interesado asumir los tiempos y modos que decida.
En la práctica tenemos tantos amigos como caben en nuestra agenda. No en el antiguo listín telefónico o en la completísima relación que nos ofrece nuestro apartado de contactos ahora. Tenemos los amigos que aparecen en nuestra distribución diaria de tiempo: los que ocupan un lugar en nuestras tareas, un tiempo previsto en nuestro día, con la familias o a solas, con quien se hace deporte, se toman unos vinos (o lo que sea), se pasea, se come o se cena… con los que coincidimos en tiempo y en espacio.
Desde luego el tiempo más necesario es el que llega de sopetón, el no previsto: por un incidente, por una preocupación perentoria… pero esos amigos no llamarán nunca, si antes no han estado en nuestra vida normal y corriente. Aunque los tengamos en la famosa lista del consentimiento informado.
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(*)Catedrático de Universidad
