Todavía hay historiadores que se enfadan con las versiones audiovisuales de la historia: en cine y últimamente más, en televisión. Afirman que dan una imagen falsa de la historia. El resumen siempre es el mismo: los que han hecho esta película no saben nada de historia y el resultado es una falsificación.
Esta actitud quizá se deba a dos cosas. Primero, un temor; luego, una incapacidad. El temor es que la historia que cuentan las películas liquide un monopolio de más de doscientos años. Ahora mismo la supuesta “objetividad” de los historiadores es sencillamente increíbles. Los historiadores han atendido –y atienden- los requerimientos de los políticos para ofrecer las imágenes del pasado que más interesaban. Eso sin contar con los que abiertamente proclaman que la misión de los historiadores es el triunfo de la revolución, de la que toque en ese momento; o la salvaguarda de los valores eternos, aunque esa eternidad sea joven. En resumen: los historiadores que tienen miedo al cine histórico les pasa como al Corte Inglés con Amazon: ven que se los come por los pies.
Pero no todo es miedo. También una patente incapacidad para entender el cine ya la televisión: sus maneras de contar, sus formatos fundamentales, su naturaleza mixta de medio de comunicación de masas, modo de expresión artística, organización empresarial, inversiones millonarias y necesidad de una amplia gama de profesionales de más alto nivel en cada rama…
Llama la atención el trato discriminatorio que los autores de libros de historia prestan al cine frente a otras formas de expresión artística. Los manuales de los estudiantes ilustran las afirmaciones de los historiadores con abundantes reproducciones de cuadros de todas las épocas. Lo paradójico es que muestran unas escenas manifiestamente más falsas –menos coincidentes con “lo que pasó realmente”- que las de cualquier película sobre el mismo tema. Sería interesante que algún historiador explicara qué está más cerca de la realidad, qué se le parece más: Amadeo de Saboya ante el cadáver de Prim o las secuencias iniciales de “Salvar al soldado Ryan”; las fotos oficiales de la agencia EFE durante el franquismo o algunas secuencias de “Plácido”.
El miedo al cine y la incapacidad para entenderlo oculta a los historiadores otra realidad de enorme importancia: el cine no sólo refleja la historia, también la cambia. Al menos en dos sentidos. El primero porque convierte en históricos hechos que no lo hubieran sido, tampoco para los historiadores.
Un ejemplo: el protagonismo de los marineros del acorazado Potemkin en los sucesos revolucionarios de 1905. No hay manual escolar que no lo mencione. Pero cuando se decidió rodar una película conmemorativa de la Revolución de 1905, nadie se acordaba ni del acorazado ni de su marinería. Fue la decisión del director (Eisenstein) –que podía haber escogido cualquier otro suceso- la que hizo tan famoso el asunto que hoy nadie lo ignora en los relatos históricos de los libros.
Pero la mayor falsificación de la historia que presenta el cine, especialmente para el gran público, pero para casi todos, es que los actores sustituyen a los personajes reales. Mel Gibson comenzó la película “Brave Heart” disfrazándose de Wallace. Hoy resulta imposible imaginarse al verdadero héroe escocés sin los rasgos del actor australiano. Y la cosa no mejorará porque las plataformas televisivas se empeñan en repetir esa película semana tras semana. Es inevitable.
Por eso no tiene nada de particular que se utilicen intencionalmente. Hay montones de ejemplos. En “Casablanca” Rick se confunde con Bogart. No podía ser de otro modo, porque el personaje-actor representaba lo mejor de los norteamericanos. Y esos eran quienes tenían que pasar de no intervencionistas a protagonistas de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo había hecho Eisenstein con “Potemkin”: eligió como actor para encarnar al pope ortodoxo a alguien con aspecto de loco. Para que a ningún espectador se le ocurriera que cabía algún rasgo racional y humano en la religión. Era lo que decía el Partido y así había que comunicarlo: en los libros escritos y en las películas. Es que sabían muy bien, aunque a nuestros historiadores no les guste, que el cine sí cuenta la historia.
