Tengo amigos que se dedican a la política. Son profesionales de la política. Algunos de ellos, por su trayectoria intelectual, por sus lecturas, horas de contemplación de obras de arte, formación científica abierta, etc. podrían ser perfectamente gentes de la cultura, intelectuales si me apuran. Sin embargo, y no deja de extrañarme, cuando se trata de justificar posturas o acciones de su partido, pierden el rigor, la coherencia, que corresponde a su nivel de formación intelectual y que utilizan habitualmente en otros asuntos.
No digo que las políticas de los políticos no puedan defenderse. Se puede. Pero, para un hombre de cultura, hasta el límite de la coherencia y de la prudencia. Porque si la política es el arte de lo posible, el juicio último sobre estas decisiones ha de ser práctico y todas las argumentaciones del debate tienen su sentencia definitiva en el éxito o fracaso de los hechos. Ante el trofeo del éxito nada hay que decir en política, salvo hacer balance del precio y ver si no ha salido (o no) demasiado caro.
Esta remisión al final para juzgar una política, o una decisión, o un proceso, no significa que todo el mundo deba callarse y esperar al final. Si el gobierno es el que asume la responsabilidad de hacer; la oposición ha de plantear lo que vea como puntos flacos, o contradictorios. Cada uno a lo suyo. Sobre este enfrentamiento funcionan nuestros sistemas democráticos, que normalmente se mueven en el terreno de lo opinable dentro del marco que definen las constituciones. Y la discrepancia es lo habitual. Y puede que ambos tengan razón: la letra “C” es convexa por la izquierda y cóncava por la derecha y las dos cosas son verdad.
El político vende su independencia de juicio al partido: cada cual sabrá por qué, o por cuánto. Como mucho aportará razones para construir los famosos “argumentarios” para que quienes no tengan tantas luces repitan con tanto entusiasmo como ignorancia. Dentro de poco los expertos en comunicación de los partidos les organizarán “gag sessions”, como los productores de cine hacen con los guiones de comedia antes de cerrarlos definitivamente: se reúne a un grupo de cómicos, graciosos y ocurrentes a los que se les va leyendo el texto de los diálogos de la película. Sobre la marcha, ellos sueltan las paridas que se les ocurren. Unas entran y otras no. De ahí salen muchos de los diálogos más hilarantes u originales que luego se recuerdan como emblemáticos. Por lo menos, los argumentarios serán divertidos. Pero los intelectuales quedarán reducidos a explicadores de chistes y así matarán su gracia y demostrarán su falta de ingenio.
Que gentes de la cultura se dediquen a eso, a preparar lo que los líderes han de decir y cómo, es un modo honrado de ganarse la vida. Pero no se puede presumir a la vez de independiente. Por muy listo y leído y culto que se sea. No se puede tener todo.
Después están las gentes cultas que son militantes voluntarios, sin salario ni pago alguno (aunque los intelectuales recibimos muchas formas de pago que no contabiliza Hacienda). Son, en buena parte, y ahora que casi todo lo masivo es cultura popular, como los fanáticos de los equipos de fútbol: no hay que esperar de ellos imparcialidad al juzgar a su equipo. Como mucho razones más ocurrentes, más agudas, más divertidas o más cáusticas. Intelectuales de equipo declarado hay un montón. Y que los análisis políticos estén empapados de este sentimiento es una suerte para los partidos y una desgracia para el país y para la ciudadanía. Y además no hay ni siquiera VAR.
Cuando a las razones, o dudas, o reservas, de un hombre de cultura, otro de ellos contesta con frases de argumentario hay que dejarlo. No merece la pena perder el tiempo, porque no hay diálogo posible. Son las tertulias políticas en la tele: por ahí desfilan todos en bragas culturales. Nadie contesta a nadie. Todos se atacan a todos. Es como el juego de las tres en raya: a cada equis hay que ponerle un círculo delante y así hasta el infinito. Pero ese juego es un aburrimiento atroz y no conozco a nadie capaz de aguantar, como espectador, una partida de las tres en raya, por mucho que ahora les hayan cambiado el nombre.
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(*) Catedrático de Universidad.
