Llevamos un mes de homilías laicas. Un género que ha resurgido con una fuerza enorme. Lo viene potenciando el gobierno de España con un entusiasmo increíble. A falta de cosas ciertas y reales que contar se ha refugiado en el recurso habitual, al parecer, de las sociedades primitivas. Será muy probablemente porque nuestra apertura cultural igualitaria ya nos impide hablar de sociedades de ese estilo, porque no lo olvidemos: todas las culturas son iguales. Quizá por eso, porque son iguales, hemos descubierto todo lo que teníamos de ellas. Solo nos faltaba y ya lo hizo ayer la ministra de desinformación que al inicio de las intervenciones, tras la reunión misteriosa de los elegidos, que acuden a la sabiduría de los expertos y sabios para convocar a sus iluminadas inteligencias, se haga una evocación al progreso universal, al espíritu de bienestar galáctico y por supuesto al avance imparable de la ciencia. Y digo empezar, porque ya se cierra habitualmente con el conjuro de esas invocaciones.
Es tan torrante la situación que hasta cadena oficial de la televisión gubernamental desconectó el domingo 29 de la perorata de la Montero (que no es mi prima, no se confundan) y animó a los masocas que quisieran continuar escuchándola a que se pasaran al canal 24 horas, convertido durante la crisis en la catedral de los creyentes en las medidas del gobierno. Pero su intervención de ayer 6 de abril (en la que ya añadió el futuro interestelar a las previsiones del gobierno) logró superar a Groucho Marx y cualquiera de sus frases absurdas estelares. En fin, el español bienintencionado quedó como rezaba aquel refrán ahora prohibido: “como el negro en el sermón: la cabeza caliente y los pies fríos”.
No hay que culparles. Les pasa lo que a muchos asistentes a ritos religiosos de antiguas y actuales religiones (incluidas las laicas): tienen miedo. Y no es inmotivado el pavor. El número de muertos crece cada día. El número de ingresados en UCIs también. Y del incremento de los infectados bastará con que se empiecen a aplicar las pruebas para que los números se disparen. Pero los sacerdotes gubernamentales, los ministros y su jefe, porque también aquí hay jerarquía, saben que las cifras, más pronto o menos pronto, empezarán a disminuir y confían en que todo vuelva a su cauce y sobre todo que este periodo se olvide.
Si algo hubiera que purificar siempre hay víctimas a las que sacrificar y no dudarán en echar a los expertos y sabios a los leones, o a la hoguera.
Pero la crisis no terminará como en las películas de Hollywood en las que un día, tras la aplicación del remedio, dejan de llegar enfermos al hospital de campaña que han llegado los héroes, luce el sol, la enfermera y el médico (o la médico y el enfermero) se miran entre sorprendidos y esperanzados primero para luego abrazarse en una secuencia que intercala planos de gentes que sonríen progresivamente más y más y que se cierra sobre sus labios. Lo malo es que no tendremos vacuna y la cosa irá de curva aunque sea descendente, no de amanecer soleado.
Cada homilía-comparecencia tiene su dosis de alabanza a la población que escucha, se supone, con la esperanza de que todo esté a punto de terminar. Se exagera un poquito el valor de lo que hacen para que sientan héroes todos. Luego se repasa, con verdad, el esfuerzo que hacen profesionales concretos que todos conocemos. Se avanza un poco más y nos repiten que aunque ganaremos esta guerra la cosa sigue pintando mal. Se pasa luego a decir lo contrario, o bastante distinto, de lo que se afirmó rotundamente en la anterior entrega, sin dar a entender nunca que hay una contradicción flagrante entre ambas cosas. Y que alguien parece haberse equivocado. Y se cierra con llamamiento moral a la responsabilidad de todos.
En fin, es tiempo de homilías necias… esperemos que solo por la parte del emisor y que en los receptores generen una respuesta crítica. En caso contrario, y mientras tanto, se intentará dar a la gente confianza y sobre todo quitarle responsabilidades. Lo primero es cada vez más difícil, pero lo segundo es más asequible. Quizá por eso haya un empeño tan pertinaz en que todos nos lavemos las manos. Entre tanto Pilato quien se atreverá a tachar a otro de incapaz o de cobarde.
