El escepticismo, sin meterse en camisas de escuelas y posturas filosóficas, es la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de alguna cosa. Esta situación de la mente, que incluye un fondo de cierta perplejidad también, puede aplicarse igualmente a las cualidades de alguien. En cualquier caso, la desconfianza o la duda, como tantísimas otras cosas, se resolverían casi siempre estudiando.
Pero estudiar implica interés. Por eso, mantenerse en una situación escéptica indica de modo indirecto que el asunto no importa tanto como para dedicarle el tiempo que exige salir de la duda sobre si es tan bueno como dicen en un aspecto. En fin, que la duda se puede salir sin problemas mediante el estudio.
Este asunto es importante, porque a una persona como Montaigne, cuyo estudio abundante y fina inteligencia están fuera de toda duda, uno puede conceder el honor de ser escéptico; pero cuando no se conocen los asuntos, lo que hay es ignorancia vulgar. Este defecto no se da solo al enfrentarse al pasado, pero es muy frecuente que se produzca ante géneros históricos, entre ellos la biografía. Quien no conoce el contexto de aquellos tiempos (fueren los que fueren) es difícil que se haga cargo de la novedad e importancia que pudo suponer aquello que se narra. En fin que el que no sabe historia no sabe nada y la historia es algo más que un poner las fechas unas detrás de otras en orden creciente o decreciente.
De hecho, cosas que hoy nos parecen normales constituyeron y constituían en su tiempo un ejemplo de adelanto, innovación y sentido pionero, hasta de atrevimiento y audacia. Estamos demasiado acostumbrados a llevar nuestro presente al pasado. Y pensamos aquellos tiempos, sobre todo los imaginamos, con categorías de estos que vivimos ahora. Es como juzgar lo innovador de una máquina vapor desde un AVE: como si ambos fueran contemporáneos.
En nuestro mundo, el cine tiene en parte culpa de esto. Está obligado a facilitar las cosas a los espectadores y hacerlas sencillas. Y la primera de las simplificaciones, normalmente, es olvidarse que el enamorarse en estos tiempos no tiene nada que ver con el de la época romana. Entre una mujer y un hombre casados en el siglo XIII podía haber respeto, admiración, atracción sexual, tareas compartidas… pero no existía el amor de ahora: que lo inventaron los románticos a finales del siglo XVIII y los hemos retocado últimamente con algunas trazas de feminismo.
El escepticismo es también desconfianza. Y eso ya es otra cosa. El informarse bien en este caso también ayuda, pero la realidad es que se confía o no (se desconfía, se es escéptico) en las personas, no en los temas intelectuales, políticos, culturales o lo que fuere. Por eso, cuando alguien desconfía de otro, le ha juzgado negativa y previamente: antes siquiera de que le haya expuesto algo.
La desconfianza es siempre personal, pero algunos de sus fundamentos son propios de determinados grupos ante otros. En el estrecho mundo académico existen desconfianzas ya clásicas. Por ejemplo, casi todos los catedráticos de derecho y medicina desconfían de la capacidad de sus colegas de comunicación; casi tanto como los médicos y jueces de los periodistas.
No sé qué corriente misteriosa conduce las aguas de la desconfianza; pero, al fin y al cabo, se concreta en la existencia de desconfiados. Y ahí, esa línea negativa que tiene el escepticismo en la vida corriente, se muestra de manera clara hasta en el diccionario: el escéptico es aquel que no cree, o afecta no creer, en determinadas cosas.
Lo curioso es que en los actuales tiempos de crispación en los debates, el sentido negativo de escéptico apenas se emplea, porque parece demasiado blando. Se ve que no hiere lo suficiente la simple desconfianza del escepticismo. No están los tiempos para sutilezas me decía un amigo. Antes se decía de alguien que tenía una rara inteligencia y nadie dudaba del menosprecio. Pero no corren buenos tiempos para escépticos, vivimos momentos de triunfo para los “negacionistas”.
En el fondo no hay mucha diferencia entre alguien que no cree en algo y quien lo niega: la distinción desaparece en cuanto el escéptico habla. La gente, quizá por lo poco que se emplea la palabra y que por eso se convierte casi en culta, tiende a conceder al escéptico la vitola de intelectualidad. No digo que alguno no la merezca; pero lo que abunda entre estos y los “negacionistas” son prejuicios y perjuicios. Y lo peor: detrás de los “negacionistas” lo que en realidad hay son “afirmacionistas” paranoicos de estupideces enormes. Y volvemos a lo mismo: confunden la ficción con la teoría científica rigurosa, que siempre tiene el inconveniente de necesitar estudio y dedicación para entenderla y no le vas a pedir ese esfuerzo a una población que babea por ver Gran Hermano.
