Una mamandurria, no lo digo yo, lo dice el diccionario de la Real Academia es un “sueldo que se disfruta sin merecerlo; sinecura, ganga permanente”. Me parece que nuestra actual situación de bancarrota estatal práctica, exige tener en cuenta este tema.
Cualquier organización pública o privada soporta un peso inevitable de inútiles, de gentes agazapadas que “trincan su mamandurria”. Lo llamativo en nuestro país es el altísimo número de estos trincones que promocionan los partidos políticos… Lo peor no es que haya muchos que no hacen nada, sino lo inútiles que son muchos de los que deberían hacer algo. La nube de zánganos sobrepasa ya los puestos de adorno y se sitúan ya en posiciones de responsabilidad, lo que genera además una espiral de estulticia: porque no hay tontos que escojan listos. Prefieren otros que les aplaudan. Y así nos cunde el pelo.
No es fácil saber cuántos viven directamente de la política. Menos aún los que lo hacen de modo indirecto. Ahí entran altos cargos, cargos, carguetes y carguillos del estado español, de las autonomías regionales, de los ayuntamientos y de los entes intermedios como diputaciones, asociaciones de municipios y otras de alcaldes y no sé qué otras se nos ocurrirán. Luego están los poblados gabinetes de asesores de cada uno de estos (o de muchos al menos). A estos hay que sumar a los aupados a chiringos y chiringuitos, fundaciones subvencionadas por amigos, o bien ONG de las mismas características; también a la inmensa multitud de observatorios que ya no saben qué mirar, ni desde qué punto de vista.
Unos dicen que sólo cargos políticos son 160.000. Otros que quizá incluyan asesores elevan la cifra a 300.000. Google señalaba casi medio millón. Cualquiera de las tres es una enormidad. Son muchísimos. Algunos se ganarán muy honradamente el sueldo (que es siempre mayor que el oficial). Pero este personal se pasa el día en actos leyendo discursos que les han preparado otros, normalmente plagiados, o simplemente asistiendo a esas lecturas. Esa intensa vida social permite deducir cuántas horas dedican de verdad a su teórica profesión.
Lo que hemos de pensar los 45,6 millones de personas que vivimos en España según el reloj de la población, es cómo limpiar de inútiles esa fronda. Porque la presencia constante de políticos en pantallas de todo tipo durante estos tres últimos meses nos han dejado un retrato lamentable de nuestros políticos. Es muy difícil dilucidar quiénes lo han hecho peor, si el gobierno y sus amigos o las oposiciones. Todos han mostrado una cortedad insufrible. Y eso es un problema para todo el país.
Los partidos políticos tienen el deber de seleccionar a la gente más capaz para el ejercicio de la política en España. Para eso se les ha dado todo el poder necesario: son los partidos quienes conforman las listas, con las personas que ellos quieren, para los parlamentos del estado y de las autonomías y de los ayuntamientos. Los ciudadanos de a pie solo podemos votar por teóricas y difusas afinidades. Los que tienen más conciencia acaba escogiendo lo que les parece menos malo para el bien común y el propio. Los elegidos se sienten en deuda con su partido, no con sus electores.
Y a los electores nos resulta imposible pedir responsabilidades a los elegidos por sus actuaciones: cosa que sí hacen franceses, británicos y norteamericanos, por ejemplo. No podemos hacer nada ante su bazofia moral que les lleva a mentir descaradamente como bellacos sin el menor pudor; ni ante su desvergüenza intelectual, que se trasluce en intervenciones parlamentarias y en los medios de comunicación propias de una riña de bar; ni ante su lamentable nivel cultural, con afirmaciones propias de un concurso de misses de los años setenta.
No es verdad que los españoles nos merezcamos estos políticos. Los partidos tienen que cumplir sus obligaciones… o habrá que cambiar el sistema hacia listas abiertas o distritos reducidos para cada escaño. Lo que está claro es que este sistema no funciona y los partidos seleccionan muy mal a sus dirigentes en todos los niveles. Ese cambio sí que sería un buen punto para esa “nueva normalidad” de la que tanto se habla.
