El principio cumbre de la vida en común es procurar no molestar. Es el punto de partida de la sociabilidad. Pero eso no impide aconsejar de modo discreto, aunque resulte imposible lograr que alguien no se moleste.
La ley física de la inercia tiene consecuencias inevitables en el sapiens: el empezar a hacer algo, siempre supone un esfuerzo. Normalmente, mucho esfuerzo. Por eso, el no moverse, el quedarse quieto, casi forma parte de nuestro ser sólidos. Es más, uno de los rasgos más característicos de cada sapiens es su manera propia de quedarse cómodamente quieto en posición de mínimo desgaste energético.
El mayor peligro para los sapiens que quieren hacer algo es la pereza. Ahí está siempre el primer frente de batalla. El dejar las cosas para después (¡y no te digo para mañana!) estropea cualquier proyecto. Más aún, es la principal avería que nos aqueja como especie biológica y por eso nos afecta a todos. Esa experiencia común la hace muy disculpable también y quizá por eso goce de tanta comprensión.
Si se pasa de la especie al individuo la pereza suele presentarse envuelta en una aparente felicidad que la hace bastante apetecible. Ese dulce no hacer nada; ese ponerse a no hacer nada y no parar; esas formas de complicidad que se retratan en multitud de refranes (las mañanitas de abril son muy dulces de dormir)…convierten esa pasividad esencial en una aspiración. Eso es la jubilación para muchos, una situación de alegría por no tener que levantarse a trabajar.
Desde luego no hay que confundir pereza con descanso. Pero este exige una actividad previa que nos haya cansado. Aunque sea un poco. Por eso suele hablarse del merecido descanso y no del descanso a secas. Es verdad que el vago radical tiene muchas dificultades para conseguir una vida tan apacible como quisiera. La sociedad actual parece empeñada en impedirlo. Y paradójicamente llevar una vida sin trabajar es un empeño costoso.
Pero lo que machaca la vida social no es el zángano imperial. Lo que nos desgasta es la pereza habitual y constante. Las vaguerías de las gentes normales acumulan horas, semanas y años de tiempo perdido. Son trozos grandes de vidas mal vividas. El “luego” y el “mañana” han sido siempre adverbios de vencidos. Y es verdad: abundan los llorones que pierden el tiempo lamentándose de lo dura que es la vida que no viven. Motivos tienen para su queja lacrimógena, aunque no por lo que suponen.
Los retrasos que ocasionan los perezosos se transmiten además al resto de la sociedad. Lo que ellos no corrieron han de hacerlo los que vienen después para cumplir con los plazos fijados. Pienso que los profesores, incluidos los universitarios, somos culpables por tolerar entregas de trabajos fuera de plazo, llegadas a los exámenes tras cumplirse la hora, aceptación de excusas… quizá esa sea una forma de pereza. Se evitan problemas. Aceptar todo eso evita enfrentarse a la situación y explicar por qué ni es de recibo, ni se va a recibir.
Los retrasos en empezar son luego prisas para terminar. El resultado anda cerca de la chapuza: un engaño a lo comprometido. Por eso el perezoso miente tanto, tanto. La falta de puntualidad es otra de las características más desagradables del perezoso. Especialmente para quienes han tenido que esforzarse para estar en el lugar y momento establecidos. Un famoso director de un programa de televisión llegó media hora tarde. Empezó explicando a la docena de personas del equipo que le esperaban: “no sabéis como está el tráfico”. Le cortó un realizador: “Sí lo sabemos. Por eso hemos salido media hora antes que tú”. Es fácil: para llegar a tiempo, basta normalmente con salir a tiempo, no dejarlo para después, salir ahora. Un profesor empezaba siempre sus clases en punto: “para no castigar, decía, a los que habéis llegado a la hora”. A ver si hay suerte y cunde el ejemplo.
