Cuando el pasado jueves despedía a mi buen amigo Juan Pérez, en torno a las 8 de la tarde en la Residencia sacerdotal, donde ha sido atendido y ha pasado el último tiempo de su vida, con dolencias y enfermedades continuadas que trataba de asumir con altibajos, no pensaba, a pesar de la gravedad de su situación, que nuestro abrazo de despedida iba a ser el último. Tres horas después me comunicaba su fallecimiento Ana, su compañera de camino, amiga fiel y atenta en los últimos años, a los distintos avatares de su vida, que le ayudaba a afrontar con exigencia, paciencia y sentido del humor con un “saber estar” amoroso, generoso y envidiable. Un regalo de Dios para Juan, que ha muerto en paz, plenamente consciente de su situación, aceptada con serenidad, puesta su fe y esperanza en Dios, el “Jefe” que le gustaba decir, fortalecido por el sacramento de la Unción de Enfermos que celebramos el miércoles pasado.
Como dice la canción Juan va a “dejar un espacio vacío”, pero al mismo tiempo en él y con él, “queda un tizón encendido que no se puede apagar ni con las aguas del río”. Es el “tizón encendido” de sus cincuenta y siete años de cura de pueblo. Muchos pueden dar fe de ello. Los que le han sentido cercano en momentos importantes de sus vidas, en el gozo y en el sufrimiento. Ha sabido alentar su esperanza cuando decaía. Presentado a Dios como el Padre que camina con nosotros en medio de la vida. Les ha ofrecido los sacramentos como signos del amor de ese Dios presente en lo cotidiano. Ha celebrado la Eucaristía, memorial de la presencia de Jesucristo muerto y resucitado. Todo ello compartiendo con sus feligreses la vida, con sus alegrías y complejidades, con fe, buen tono vital y esperanza. En su lucha comprometida porque se hiciera justicia a los “enfermos de colza” o en sus clases de religión, “cómo le querían los chicos” decía una señora el viernes en el Velatorio de Villacastín.
Es lo que hacen tantos curas de pueblo, a los que hay que reconocer y agradecer su presencia en el mundo rural. Están ahí, cuando otros lo han abandonado, cerca de los que más necesitan su ayuda, como valoración de lo pequeño. El mundo rural necesita cariño, estima y atención, evangelizando desde lo pequeño. Es necesaria una espiritualidad que aprecie lo pequeño y lo valore porque es signo de calidad humana. Porque lo pequeño tiene una connaturalidad especial con el Reino de Dios… Dios no se llama éxito. Esto se hace verdad en la vida de muchos curas de pueblo y se ha hecho verdad en Juan. Por eso su vida y acción pastoral permanecerá como un “tizón encendido”, con sus historias personales, luchas, desconciertos ante la situación que vivimos, desalientos y esperanzas, fieles a ese mismo pueblo y abiertos a acompañar sus procesos, y presentar a un Dios Padre que nos ama y nos alienta en nuestro caminar.
Es de justicia destacar el empeño que, a instancias de la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad –Frater Segovia– puso Juan y que contagió a la Cofradía de San Antonio del Cerro por hacer de la Ermita y su entorno, baños incluidos, un espacio accesible para personas con discapacidad. Ahí queda como un ejemplo a seguir en la eliminación de barreas arquitectónicas, contribuyendo a que “una Iglesia sin barreras” no solo físicas, lo sea en verdad para todas las personas con discapacidad, como una “Iglesia inclusiva”, en la que caben todos.
Agradecimiento a los profesionales de la Unidad de cuidados paliativos de Segovia, que han ayudado a Juan, como lo hacen con otros enfermos en situación similar a vivir la enfermedad grave sin dolor y a humanizar su tránsito hasta la muerte.
Vida y muerte se entrelazan. Surge una pregunta ¿hay algo después de la muerte?. No lo sé, ni puedo demostrarlo. Creo que sí y lo creía Juan, porque Jesucristo lo ha dicho. “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá” (Jn. 11,25). Y la palabra de Jesús no falla.
