Sé dónde está la felicidad, pero no la robé: la dejé guardada en los veranos de mi niñez, cuando no tenía reloj ni calendario. Ni falta que me hacían.
Eran las nueve si el churrero de Maganto pregonaba sus churros por la plazuela del Caño del Cura. Era la una de la noche, los jueves y los domingos, al concluir el pasodoble que cerraba el baile de la Banda. Era miércoles, si había Mercadillo; y sábado, si sonaba la verbena de los Quintos en La Corredera.
Volvía al pueblo desde el río, el monte y el parque cuando el sol caía, y para llegar puntual a casa me guiaba por el reloj del Ayuntamiento. Las campanas de San Eutropio me narraban la vida: lloraban tristes, a clamor, si alguien había muerto; a gloria, si era un niño; cantaban alegres en las fiestas, gritaban a rebato en los fuegos.
Las cigüeñas desaparecían del tejado de la iglesia por Santiago, y los vencejos. El Boquerón nublado barruntaba tormenta. Los uveros de Ávila ofrecían sus racimos por las calles: ¡Albillo como el oro! El veraneo concluía cuando los días se acortaban y los veraneantes regresaban a Madrid en el coche de Figueredo.
Antes de volver al cole, el sábado previo al segundo domingo de septiembre, el Cristo bajaba al pueblo: nueve días de fiesta con mi cumple dentro. Nací en el Caloco. Cumplí 16 años el día que el portero del cine de Sigildo me dejó pasar a ver mi primera película no tolerada.
Lo confieso, señor juez, he sido feliz y no me arrepiento. Volvería a hacerlo cuantas veces naciera.
