Celebrados los últimos coletazos del carnaval, ya estamos adentrados en la Cuaresma. Un curioso itinerario. Una de esas expresiones colectivas, donde la tradición, la cultura, la historia y la fe se combinan para reflejar con asombrosa claridad uno de nuestros contrastes profundos. Así somos, a veces escondidos tras máscaras, o envueltos en plumajes brillantes, y otras veces necesitados de dejar a un lado las capas y envoltorios para mirarnos desde nuestra autenticidad profunda y frágil a un tiempo.
Según los expertos, uno de los datos más preocupantes de la sociedad moderna es la “pérdida de referentes”. Lo podemos comprobar: la religión va perdiendo fuerza en las conciencias. Se va diluyendo la moral tradicional, ya no se sabe a ciencia cierta quién puede poseer las claves que orienten la existencia. La cultura se va trasformando en modas sucesivas. Los valores del pasado interesan menos que la información de lo inmediato. No se sabe dónde encontrar los criterios que puedan regir la manera de vivir, pensar, trabajar, amar o morir. Todo queda sometido al cambio constante de las modas o los gustos del momento.
Ante esto, necesitamos reaccionar y encontrar referentes de calidad. Vivir con un corazón más atento a la verdad última de la vida. Detenernos para escuchar las necesidades más hondas de nuestro ser. Sintonizar con nuestro verdadero yo. Entonces es fácil que se despierte en nosotros la necesidad de escuchar un mensaje diferente. Y tal vez hagamos un espacio mayor a Dios. Le propongo como referente.
Dios ama al mundo entero, no solo a las comunidades cristianas a las que ha llegado el mensaje de Jesús. Ama a todo el género humano, no solo a la Iglesia. Dios que no es propiedad de los cristianos, ni ha de ser acaparado por ninguna catedral, mezquita o sinagoga.
Dios habita en todo ser humano acompañando a cada persona en sus gozos y desgracias. A nadie deja abandonado, pues tiene sus caminos para encontrarse con cada cual, sin que tenga que seguir necesariamente lo que nosotros le marcamos. Jesús lo veía cada mañana “haciendo salir su sol sobre buenos y malos”.
Dios no sabe, ni quiere, ni puede hacer otra cosa sino amar. Ama el cuerpo tanto como el alma, y el sexo tanto como la inteligencia. Lo único que desea es ver ya, desde ahora y para siempre, a la humanidad entera disfrutando de su creación.
Dios sufre en la carne de los hambrientos y humillados de la tierra; está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Está siempre en nosotros para “buscar y salvar” lo que nosotros estropeamos y echamos a perder. Dios que quiere tanto al mundo, no soportaba más estar alejado, distante, desconocido y se humanizó en la persona y vida de Jesús.
Humanizándonos, nosotros encontramos luz y amamos la luz. Endiosándonos, encontramos las tinieblas y toda nuestra vida proyecta oscuridad. No hay cosa más turbia y oscura que una persona que solo aspira a subir, trepar, instalarse. Como no hay luz más poderosa que la luz del que es tan humano que no tiene nada que ocultar, de forma que su vida y sus obras contagian bondad y humanidad.
A la búsqueda de este Dios se nos llama a los cristianos en la Cuaresma, llamada que amplío para quienes quieran intentarlo, descubriendo en nosotros aquello que nos impide encontrarnos con este Dios, que quiere ser un referente en nuestra vida y que puede descubrirse de muchas maneras. No se trata de “hacerse buena persona”, sino de volver a aquel que es bueno con nosotros.
Es difícil vivir sin un referente de calidad que ponga luz y esperanza en nuestro corazón. Es importante buscarlo y una suerte encontrarlo.
