Ya está aquí, antes de cuaresma, el carnaval. Tiempo de caretas, de disfraces, de ficción… Mucha gente lo pasa bien estos días, disfruta disfrazándose y hasta se hacen concursos para premiar el mejor disfraz. Incluso en algunos lugares disfrazan a las mascotas. ¡Pobres animalitos! Viéndoles hace unos días en la tele, pensé en qué dirían a sus dueños/as si pudieran hablar, viéndose con semejantes disfraces, a veces adefesios. El caso es hacer fiesta y disfrazarse. De lo que sea.
Pienso que esto del carnaval es como un desahogo y que lo de menos son estos pocos días de mascarada oficial, sobre todo si este juego es al que jugamos en la vida de cada día, poniéndonos las máscaras con demasiada frecuencia. Que debajo de la aparente seguridad late un rostro temeroso. Que tras el semblante risueño hay una mueca de dolor. O que tras la cara compasiva puede haber un gesto de desprecio. Deberíamos aprender a ver los rostros humanos, a no tener miedo de dejarnos ver. Cuando se apaguen los ecos del carnaval, es tiempo de quitar maquillajes.
Vivimos en un mundo de ‘enredos’: prisas, agobios, problemas y conflictos, miles de relaciones fugaces, cargados de trabajos, estudios y compromisos… con la sensación de que el mundo va una velocidad de vértigo que nos supera. En la Iglesia decimos que la Cuaresma es un tiempo de reconciliación con Dios y con los hermanos. Invito a todos, creyentes y no creyentes a dedicar este tiempo, después del carnaval, a darnos un respiro. A parar, a sentirnos y comenzar a tomar conciencia de nuestra propia confusión y caos. Un tiempo de abrir los ojos y preguntarnos: ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Hacia dónde vamos? ¿Dónde nos lleva este ritmo de vida? Y quizá empecemos a despertar como de un sueño. De nuevo, puede surgir el deseo de reorientar nuestra vida.
Lo que propongo sé que es difícil, como es difícil ponerse en la piel del otro. Es difícil entender el sufrimiento ajeno. Es más fácil evaluar, criticar, juzgar y, al fin, condenar… y en cualquier caso poner barreras que nos aíslen a los unos de los otros: “porque el otro es distinto, porque no tiene razón, por mediocre, por cobarde, por todo”…
Necesitamos aprender a mirar con limpieza de corazón, sin prejuicios. Lo recojo de la revista “El Ciervo”: “Los que me han hecho sufrir, tal vez no sean tan malos. Los que no son de mis ideas, tal vez no sean intratables. Los que no hacen las cosas como yo, tal vez no sean unos locos. Los que discurren de otro modo, tal vez no sean unos ignorantes. Los que son más viejos que yo, tal vez no sean unos atrasados. Los que son más jóvenes que yo, tal vez no sean unos inexpertos Los que tienen más éxito, tal vez se lo hayan merecido. Los que me contradicen, tal vez tengan razón Los que tienen más dinero que yo, tal vez sean muy honrados. Los que me han dicho una palabra amable, tal vez lo hayan hecho con desinterés. Los que me han hecho un favor, tal vez lo ha hecho de mil amores. Los que “pasan” de lo que a mí me importa, tal vez me ayudan a buscar lo verdaderamente importante. Los que no van en mi misma dirección, tal vez me buscan lo mismo por otros caminos. Los que no me lo ponen fácil, tal vez me obligan a renovar el esfuerzo y la ilusión, día a día”.
Si necesitamos un don en nuestro tiempo ese es el de la reconciliación. La anhela nuestro corazón y los lugares violentados de nuestro mundo. Hay tantos miedos que nos llevan a cerrar fronteras, a formular juicios, y a establecer divisiones… y hay alguien, Dios, empeñado en hacernos hombres y mujeres capaces de perdón: de amar a las personas tal como son y de hacerles presentir, más adentro de sus heridas, su propia belleza.
Dios reconcilia en Jesús (asume en él, abraza en él) toda la historia humana, y esta es la buena noticia: que somos aceptados de manera irrevocable sin tener que sacar nada de nosotros, sin tener que ocultar nada. Así que, pasados los días alegres del carnaval, ¡fuera máscaras!. Encuentros personales, encuentro personal con Dios.
