En los tiempos de María Castaña, es decir hasta los años 60 del pasado siglo, existió una profesión, hoy más bien olvidada, que fueron los llamados charlatanes. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define a estos personajes como: Personas que se dedican a la venta ambulante anunciando a voces su mercancía, hablando mucho y sin sustancia.
Para quien no les recuerde o no les haya visto nunca, diremos que fue una profesión liberal, tan digna como otra cualquiera, que consistía en colocar un “estaribel” en ciertos sitios estratégicos de las calles de las ciudades, con un par de maletas abiertas, en las que se veía o presuponía el género a vender (generalmente no faltaban las cuchillas de afeitar marca Toledo) y un pequeño altillo donde se colocaba el charlatán para que se le viera mejor, además que así él dominaba el corro de la gente que se le acercaba a satisfacer su curiosidad; entre el público siempre había niños que perturbaban la enardecida perorata que profería el interfecto.
En Segovia se instalaban, entre otros sitios, en el Azoguejo, a la entrada de las escaleras de la subida al Postigo, junto a la salida de la calle Santa Engracia, en la Canaleja, plaza Mayor, etc.
Lo bueno de estos señores es que pronunciaban una serie de incongruencias mal hilvanadas, aparentemente improvisadas, aunque siempre repetían lo mismo; el caso es que dejaban embelesado a los ingenuos transeúntes que le escuchaban; algunos picaban y compraban el lote que el charlatán vendía ni por 30, ni 25, ni 20, ni 10 pesetas solamente costaba 3 pesetas.
Huelga decir que los paquetes no tenían diez cuchillas, que era lo normal, sino solamente 5 unidades y que la marca de cuchillas Toledo no era precisamente de la calidad de los aceros templados en esta ciudad.
Una vez que esta profesión vino a menos se establecieron concursos nacionales anuales -con frecuencia en Orihuela- donde los charlatanes se reunían y competían entre ellos exponiendo su soflama. Un jurado nombraba el campeón nacional anual, que si la memoria me es fiel, durante muchos años fue el célebre “Ramonet” (Ramón Gabín, fallecido de 2007) y otros como José Luis Pérez Olmedo “Mingorance”, Alfonso Asenjo, etc.
Como curiosidad diré que Ramonet logró vender en una ocasión el acueducto de Segovia durante un programa radiofónico. En el lote entraba de regalo el hueco de los arcos y la sombra que proporcionaban.
En general el discurso que echaban era monocorde, repetitivo, exaltado, etc., en fin lo que vulgarmente se dice “un coñazo” sin sustancia, pero que al transeúnte desocupado le entretenían y a algunos les hacían picar adquiriendo la pobre mercancía que ofrecía el charlatán.
En la actualidad esta profesión ha desaparecido, pero aquellas “artes oratorias de no decir nada” no se han extinguido de la sociedad ya que están incrustadas en ella y se han traspasado a ciertos personajes encumbrados en la política y algunas otras profesiones.
Esto me ha venido a la memoria al escuchar la palabrería huera que tienen hoy día los ministros y más acentuada, si cabe, la de las ministras, que hablan y hablan y en la mayoría de los casos no saben ni lo que dicen. En fin peor que aquellos charlatanes de antaño.
Claro que no solamente son los ministros y ministras los encargados de decir necedades, que en la mayoría de los casos, al siguiente día tienen que rectificar contradiciéndose de lo dicho, es que en general los políticos actuales son todos de la misma calaña en cuanto a su forma de hablar.
Personajes importantes que se tienen por conspicuos, también meten la pata hasta el corvejón, sino véase cómo ha quedado el Tribunal Supremo por la cuestión de las hipotecas, que hasta el presidente de dicho tribunal don Carlos Lesmes, muy compungido, ha tenido que salir al paso pidiendo perdón y rectificando el desaguisado de la primera sentencia.
En otras épocas era fundamental para ser un buen político tener una oratoria cristalina, con recursos dialécticos fuera de lo normal; según narran las crónicas, como ejemplos excelsos tenemos a don Emilio Castelar o a don Antonio Cánovas del Castillo, pero en general todos los congresistas, entonces, eran buenos oradores.
Hoy día el arte de la oratoria y en general todas las buenas costumbres se van perdiendo, yendo siempre a peor, demostrando la pobreza cultural en la que está sumergida esta moderna sociedad.
