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José Luis Salcedo – La festividad de San Pedro y San Pablo de antaño

por Redacción
24 de julio de 2019
en Opinion, Tribuna
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Hoy día ningún segoviano joven puede concebir lo que en otro tiempo fue en Segovia la festividad de San Pedro y San Pablo que se celebra el 29 de junio.

Al parecer estas fiestas fueron instauradas por privilegio del rey Enrique IV, allá por el siglo XV, así como la feria de ganados exenta de gabelas que se celebraba en el descampado de la Dehesa.

El día de San Pedro, desde las primeras horas de la mañana, bandas de cornetas y tambores recorrían las calles ejecutando fanfarrias que llamaban «el Toque de Diana» que trataban de despertar al personal y a veces lo conseguían.

A continuación el Ayuntamiento sacaba a la calle en procesión los gigantones y cabezudos, éstos llevando en sus manos unas vejigas de cerdo infladas y atadas a un palo a modo de tralla para fustigar con las zambombas a la chiquillería. Como música llevaban un dulzainero que solía ser el que fue mi amigo «Silverio» (Mariano San Romualdo Egido) acompañado de Javier (un hijo suyo) repiqueteando el tambor. De esta guisa se recorrían todas las calles principales de la ciudad lanzando al aire algún que otro cohete para indicar su presencia.

A partir de las once de la mañana comenzaban a llegar los autobuses de línea (La Serrana, La Sepulvedana, La Confianza, Galo Álvarez, Garrido, Bermejo, Patiño-Albino, Albarrán, etc.) abarrotados de gente de los pueblos de la provincia. El Azoguejo era el centro de convergencia de toda aquella muchedumbre. Era tal la multitud que se congregaba que a veces se hacía muy difícil transitar por las calles adyacentes.

A esta hora comenzaban a aparecer los vendedores ambulantes venidos generalmente de Madrid, entre otros, destacaban:
Los vendedores de paños que te ofrecían seis o siete «cortes del trajes»; si adquirías algún corte y se lo llevabas al sastre (había entonces 56 sastres en Segovia), resultaba que la tela solo te daba para confeccionar los pantalones y nada más.

Era muy típica la «Tía Catorce», porque mezclándose con el bullicio, ofrecía unos caramelos muy pequeños que artesanalmente ella misma fabricaba (ya los había vendido antes de la Guerra Civil) y que ofrecía vociferando con cierta entonación y voz aguardentosa: «catorce a la perra gorda», de ahí el apodo que el pueblo la adjudicó.

El vendedor de «Nicanor tocando el tambor»: su mercancía era un pequeño muñeco artesanal con un pito y un tambor que a la vez que se soplaba por el pito se tiraba de un cordón que movía los brazos del muñeco percutiendo en el tambor.

Los consabidos «globeros o globeras» que vendían globos inflados.

Los vendedores de «bastoncitos de moda» que así pregonaban su mercancía.

Los corbateros que en su brazo izquierdo llevaban un buen mazo de corbatas más pasadas de moda que una clámide del Imperio Romano.

También hacían su agosto los fotógrafos minuteros, que con un grotesco decorado hacían fotografías de los visitantes de lo más chungas.

Mezclados con esta baraúnda de gente también se desplazaban desde Madrid a Segovia los consabidos pícaros como los carteristas, ratas y trileros que siempre birlaban la cartera algún infeliz aldeano al que le amargaban las fiestas.

Entre aquella gente rural, con mezcla de vendedores de mil y una chuchería, comenzaban a llegar gentes de Madrid y de otras provincias. «Los señoritos» venían a almorzar las pitanzas de los restaurantes segovianos y asistir a la secular corrida de toros. Los bares y restaurantes hacían su agosto llenando tres y hasta cuatro veces sus comedores.

Así que a lo largo de la mañana iba en crescendo la multitud y era tal la algarabía y la aglomeración que es muy difícil de concebir en la actualidad. Por todos los espacios había gente y según avanzaba la mañana cada vez más. De Madrid también venían muchas personas en tren y autobuses y los más acaudalados con sus vehículos propios.

Ya desde la mañana y después de comer se saturaban todas las terrazas de los cafés (el Café Columba, el bar restaurante Venecia, el Café Castilla, etc.). Una hora antes de iniciarse la corrida de toros, comenzaba a decaer lentamente el tumulto callejero, hasta que empezaba la corrida. El cartel generalmente anunciaba espadas de relumbrón, pero lo normal era que dicha corrida una vez celebrada fuera mala de solemnidad.

Recuerdo haber asistido a la corrida que toreó Manuel Rodríguez Sánchez «Manolete» el 26 de junio de 1947 (ese año se adelantó la corrida tres días) junto a Curro Caro y Gitanillo de Triana. Claro que de peaje tuve que soportar una lluvia que me caló hasta los huesos, pero me cabe la satisfacción de haber visto torear a «Manolete» un genio de la tauromaquia. El día 28 de agosto del mismo año el toro «Islero» de 495 kilos, de la ganadería de Eduardo Miura, corneó al famoso matador de toros en la plaza de Linares, produciéndole el fatal desenlace.

Terminada la lidia las calles volvían a estar animadas durante un cierto tiempo y poco a poco el personal foráneo se iba ausentando regresando a sus lares hasta quedar vacías. Era el lapso de tiempo donde el personal se concentraba en el Real de la Feria (estuvo en la plaza Mayor, los Huertos, el Salón, la tejera de Molina, etc.) para disfrutar de los carruseles, o tal vez, a comer un pollo de los asados que daban vueltas y a visitar las demás casetas de la feria.

Muchos jóvenes de ambos sexos, ya de noche, se dirigían al baile cerrado pero al aire libre que se celebraban en lo que se llamó La Terraza Jardín. Este baile era patrocinado por el Ayuntamiento. La primera Terraza Jardín estuvo en lo que hoy es la calle de Eulogio Martín Higuera trasladado después a la calle Larga (hermosísimo jardín). El baile era animado por la orquesta Boys Swing formada por músicos de la bilaureada Banda de la Academia de Artillería.

Cuando bailabas con alguna moza y pasabas cerca de Juan Miranda que estaba en el estrado de la orquesta tocando el saxofón, éste, del soslayo, te hacía un guiño picaresco de complicidad, acompañado con una sonrisa, que tú interpretabas como una felicitación por la conquista de la chica que llevabas aunque ésta no fuera muy agraciada.

El baile nocturno duraba hasta las dos del día siguiente. Estas dos Terrazas Jardín, maravillosos lugares, perecieron por la construcción en sus solares de sendos edificios de viviendas. Hubo también otro baile al aire libre que se llamó Las Vegas sito en la calle Fernán García, pero también terminó por cubrirse.

Por fin las calles quedaban desiertas hasta las once de la noche que todos los vecinos de Segovia iban saliendo de sus casas a coger un buen sitio para contemplar los fuegos artificiales (entonces con castillos) que se celebraban en La Piedad a las doce de la noche; tenían muy buena vista desde la terraza del Café Castilla en la Canaleja, desde el Salón, Jardinillos de San Roque y otros muchos lugares. Se veía a muchos padres y madres arrastrando a sus reatas de hijos (por aquellos tiempos las familias tenían muchos churumbeles) y el día se terminaba con la desilusión de que los fuegos artificiales que habían visto ese año habían sido peores que los del año anterior. Después de la traca final se oía una exclamación multitudinaria y lastimera: ¡Oooooh! equivalente al «pobre de mí» de los pamplonicas, con lo que se daba fin a la fiestas de San Juan y San Pedro.

Eran otros tiempos pero verdaderamente felices.

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