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Jesús A. Marcos Carcedo – La distorsión del nacionalismo

por Redacción
18 de julio de 2019
en Opinion, Tribuna
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Cada país tiene problemas particularmente suyos y, al mismo tiempo, todos los países comparten un repertorio de problemas de carácter fundamental. Por ejemplo, en los Estados Unidos el racismo ha sido y sigue siendo motivo específico de conflictos y Alemania trata de resolver su peculiar desigualdad entre los niveles de vida de sus territorios del este y del oeste. Sin embargo, aquí y allá, a un lado del mar y al otro, en todas partes, son problemas fundamentales la manera de conseguir el crecimiento económico, la distribución de la riqueza y el desarrollo de instituciones que fomenten la convivencia pacífica y la libre expresión de las ideas. La interacción de estos dos tipos de problemas resulta determinante para identificar la dinámica política de cada estado. Los problemas específicos aminoran la importancia y distorsionan la visión que se pudiera tener de los problemas fundamentales, pues se entrelazan con ellos de tal forma que no solo los complican, sino que, además, los deforman o distorsionan.

En el caso de España, el problema del nacionalismo separatista es el específicamente distorsionador. Su presencia obliga a relegar y hasta a olvidar los grandes asuntos de los que propiamente debe ocuparse el Estado, aquellos de cuya gestión dependen la prosperidad, el bienestar, la libertad de los ciudadanos y la administración de la justicia. Lo que, en principio, es una deformación propia de los nacionalistas radicales acaba afectándonos a los demás. El separatista lo subordina todo a la consecución de su ideal programático, sin que se le planteen demasiadas dudas sobre la posibilidad de alianzas con formaciones políticas que, en lo social o en lo económico, pudieran ser sus antagonistas. Irían de la mano del diablo mismo con tal de lograr la formación de un estado nuevo, aunque, hoy por hoy, prefieran el amparo del buen ángel de la democracia, si bien le conciben con las alas recortadas o excesivamente ampliadas. Pero la gravedad del asunto no está tanto en las deformaciones que a ellos les afectan, sino en las que provocan en el conjunto al proyectarse su influjo sobre los demás.

Ahora que Pedro Sánchez pretende conseguir apoyos suficientes para alcanzar la presidencia del Gobierno, se muestra en su inmediata crudeza esa distorsión de la vida política española por efecto del separatismo. Él mismo prefiere poner en primer lugar las discrepancias de los socialistas con Podemos en torno a la cuestión catalana como impedimento para un gobierno de coalición. Nada o bien poco nos dice Sánchez -ni, al parecer, nada más cree necesitar decir- sobre las coincidencias o divergencias de los programas económicos o sociales de unos y de otros. ¿Tendrían una manera aproximada de enfrentar una posible reforma laboral, pondrían el mismo interés en estimular la actividad empresarial o coincidirían en la política fiscal? Por el otro lado, los liberales de Ciudadanos y los conservadores del PP hacen de la política para con Cataluña el factor decisivo para admitir o negar algún tipo de tolerancia para con el aspirante a la presidencia. Nada sabemos tampoco sobre lo que podría acercarles a la propuestas económicas, sociales o reformistas del PSOE.

Y no es que, objetivamente, no sea el problema separatista un problema de gran envergadura y al que deba darse una importancia de primer orden. Es importantísimo, por supuesto, y hay que tratar de arreglar lo que se pueda. Pero ese arreglo, en buena medida, debe proceder de una recuperación del valor de los demás asuntos del Estado. Es en la política económica, social e institucional donde deben mostrar su cara los partidos y evitar que se use como referencia fundamental su posición frente a los desafíos del nacionalismo. Los partidos constitucionalistas parecen haber aceptado tácitamente que su propio grado de validez democrática viene asignado por su actitud frente a los separatistas, lo que, inopinadamente, convierte a éstos en árbitros ensimismados de nuestro destino colectivo. Los dirigentes de la izquierda actual han heredado una espontánea simpatía para con el nacionalismo, al que pocas veces se atreven a denunciar con las palabras gruesas que usan para con la derecha. Dan la impresión de que creyeran más en la voluntad democrática de los nacionalistas que en la de sus rivales conservadores. Por su parte, éstos se enfrentan al separatismo con una rigidez que impide encontrar soluciones creativas y que les hace poner a los socialistas, con precipitación y radicalidad, en el lado de los enemigos de la constitución.

Pero la desfiguración que ahora se hace tan patente yace desde el principio en el sistema constitucional y en la práctica política que se ha desarrollado en los últimos cuarenta años. El texto constitucional mismo, heredero de una conflictividad secular, responde a la deformación producida por los acontecimientos vinculados a la presión del nacionalismo. De su ambigüedad procede que se haya pretendido hacer compatible la indisolubilidad de España con la apertura y el ensanchamiento de los cauces para el progreso de formaciones y gobiernos autonómicos que se proponían, precisamente, acabar con ella. Y el tratamiento diferenciado de los territorios no ha respondido a principios de racionalidad, equilibrio y progreso sino al temor a que el cambio del statu quo de los más avezados generara inestabilidad. Todo ello ha convertido a los partidos nacionalistas en importantísimos vigilantes de la política general a la que pueden inclinar a su antojo hacia un lado o hacia otro.

No ha cuajado ni, probablemente, puede cuajar en España un partido liberal de ámbito nacional que actúe, como lo hace en otros países, de bisagra entre la izquierda y la derecha. En el espectro que va desde el ala de la socialdemocracia hasta el ala del liberalismo han tratado de fraguar los proyectos de Rosa Díez y de Albert Rivera. Pero sus propósitos se han visto alterados por las condiciones de nacimiento de sus propios partidos, estrechamente vinculadas a la lucha contra la hegemonía ideológica y práctica del nacionalismo. Sus posiciones frente al problema territorial han desfigurado el conjunto de sus propuestas, facilitando que su imagen –al menos- se haya ido desplazando hacia la derecha. La función de bisagra ha seguido en manos, precisamente, de aquellos partidos a los que se les pretendía arrebatar por venir aplicándola desde su desapego para con el conjunto del Estado. Por otro lado, el liberalismo hubiera debido afincarse mejor que en ningún otro sitio en Cataluña y en el País Vasco, donde la burguesía y las clases medias se hallan bien desarrolladas desde antaño. Sin embargo, el PNV, Convergencia y sus sucesores han sabido mantener en su esfera de influencia a esos sectores sociales, lo que ha privado a liberales progresistas y a socialistas moderados de un decisivo caladero de votos.

Cambiar esta configuración política distorsionada requeriría un gran pacto entre los grandes partidos españoles y no parece que eso vaya a suceder pronto. Pero podría empezar por ese proceso de recuperación de la atención dedicada a los grandes y fundamentales problemas socioeconómicos del país. Y también por un abandono claro por parte de la izquierda moderada de cualquier gesto de simpatía para con el nacionalismo. Si, desde el siglo XIX, el socialismo ha tratado de hacer que la democracia signifique también progreso para los hogares de los más pobres, bien pudiera saber a estas alturas que no son los partidos nacionalistas, por mucho que se opusieran a la dictadura de Franco, partícipes de ese empeño. Más bien, se empecinan en lo contrario. Creo que, si la izquierda alcanzase a dar ese paso, la derecha más esclerotizada se vería arrastrada hacia un proceso de modernización ideológica del que está muy necesitada. En cuanto a la izquierda filocomunista, difícilmente sería atraída por un hipotético movimiento de convergencia destinado a mitigar los efectos del secesionismo cuando sigue abordando el problema como si viviéramos en el imperio ruso y hubiera que dar cauce a los afanes independentistas de los tártaros (curiosamente, la Rusia soviética confió al “delicado” Stalin el tratamiento de sus nacionalismos).

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