Con ocasión de la crisis sanitaria se ha vuelto a hablar de la necesidad de grandes acuerdos. La cosa, sin embargo, viene de bastante más lejos y de bastante más abajo. Con pandemia o sin ella y aunque a su nefasta luz se hayan hecho más visibles, España padece profundos males económicos, sociales y políticos. Lo son tanto que hacen de nuestro país, a mi entender, el más frágil de Europa. Puede que otros tengan mayores problemas económicos o que nos aventajen en discordias sociales o que haya en ellos tensiones políticas de gran envergadura. Pero en el nuestro sucede que, a la vez que participamos en una medida muy alta de cada uno de estos inconvenientes, reunimos los tres en una combinación explosiva. La enorme caída del PIB que se avecina hará que aumente la proporción de nuestros parados, ya previamente mantenida en niveles muy altos, y que se deteriore el poder adquisitivo de los ciudadanos de a pie. Por consiguiente, crecerán y mucho los conflictos sociales. Los movimientos nacionalistas, que han demostrado ser capaces de desafiar con cierto éxito al Estado, aprovecharán el río revuelto para profundizar en lo suyo, apoyados por los radicales de izquierdas, que también adoran la inestabilidad. La izquierda y la derecha moderadas, carentes de líderes capaces y experimentados, difícilmente podrán tomar las riendas del proceso en circunstancias tan duras cuando no han sido capaces de hacerlo en otras más manejables. La derecha más extremada mantendrá, por lo menos, su importante presencia política como réplica a la exaltación de la izquierda, siendo que, tanto los populistas de un lado y de otro, sin necesidad de una crisis tan profunda, han conseguido ya una representación parlamentaria más elevada que nunca.
Efectivamente, ante tal situación son necesarios pactos o acuerdos de Estado en los que participen las principales fuerzas políticas moderadas del país, tanto de la derecha, como de la izquierda y del centro. Pero se equivocan quienes los confunden, políticos y periodistas, con los Pactos de la Moncloa. No necesitamos ahora unos pactos fundacionales, como fueron aquellos con los que se inauguró la Transición y que permitieron que se elaborase y se aprobase la Constitución que aún nos rige. No es necesaria una nueva Carta Magna porque con la que tenemos somos reconocidos como país democrático por el mundo libre. Llamarlos nuevos Pactos de la Moncloa equivale a admitir la necesidad de un nuevo periodo constituyente, lo que situaría al país entero en la órbita del Podemos de hace unos años, cuando se complacía en calificar a nuestro ordenamiento político actual de “régimen”, pretendiendo contaminarlo con una palabra que había sido usada con preferencia para referirse al sistema franquista.
Lo que necesitamos son unos pactos de otro nivel: importantes, sí, pero no tanto como para comprometer nuestro sistema institucional de base. Se trataría, más bien, de sentarse para negociar sobre las grandes líneas de actuación frente a los asuntos más problemáticos de la vida nacional. Pero tan relevante como los contenidos acordados deberá ser el espíritu que aliente a los negociadores.
Los pactos o los acuerdos debieran contener descripciones claras de las medidas que se vayan a tomar para la regeneración de la economía y de la vida pública y para la revitalización de la sociedad civil y la protección de la iniciativa de los ciudadanos. A mi entender y sopesando lo que se dice de uno y de otro lado, tendrían que ocuparse, al menos, de:
1. Cómo acelerar la recuperación económica y cómo generar o fortalecer sectores que diversifiquen nuestras fuentes de riqueza.
2. Cómo establecer una política económica compatible con la generación de puestos de trabajo dignamente remunerados y con la iniciativa de los pequeños empresarios.
3. Cómo establecer qué parte de la producción y de los servicios debe mantenerse en manos del Estado.
4. Cómo evitar la corrupción y la defraudación y la evasión fiscal.
5. Cómo evitar depender del nacionalismo en la constitución de mayorías parlamentarias.
6. Cómo modificar la ley electoral para evitar la infrarrepresentación de los intereses políticos dispersos y la sobrerrepresentación de las minorías acantonadas en ámbitos provinciales.
7. Cómo recuperar el prestigio de los símbolos y del idioma común.
8. Cómo acabar con la vacuidad de los discursos políticos para recobrar el prestigio de los partidos y de sus dirigentes.
Y, en cuanto al espíritu negociador, debiera ser bien distinto del que mueve a los que pretenden tomar el cielo por asalto, según la expresión de la tradición revolucionaria que hace unos años recuperó Pablo Iglesias. Marx, del que procede su prestigio, la había usado para elogiar, muy emotivamente, la iniciativa de los insurgentes de la Comuna de París de 1871, aunque pocos meses antes él mismo no había recomendado la toma revolucionaria de las armas. Sin embargo, a pesar de los oropeles de la cita, no hay nada menos acertado que confiar la mejora social al ímpetu de los exaltados. La misma Comuna de 1871 acabó en una masacre cuando el general Mac Mahon fue encargado de reprimirla. Pero, si los asaltantes triunfan, es muy probable que su propia violencia pase a sustituir a aquella contra la que han luchado, como ha ocurrido en el origen de las dictaduras comunistas y fascistas. Y, sobre todo, el asalto al poder produce división social. Platón lo explica simbólicamente en uno de sus maravillosos mitos, el del andrógino. Los primeros hombres, nos cuenta, eran de naturaleza dual y, por ello, tan fuertes que decidieron arrebatar el cielo a los dioses. Perdieron la batalla y Zeus, para castigarlos, partió a cada uno de ellos en dos mitades, que constituyen la mermada esencia de lo que los hombres posteriores hemos sido.
El señor Iglesias rechazó simultáneamente, en aquel mitin, la idea del consenso. Sin embargo, lo que las sociedades humanas tienen de celestial no es efecto de asaltos ni de violencias sino de acuerdos y de pactos. Es verdad que por este procedimiento no se consigue instaurar paraísos de justicia, pero es el único que nos ha acercado algo a ellos y que nos ha alejado de los infiernos anteriores. Precisamente, en esta circunstancia nuestra de radicalidades y deterioros, debe valer todo lo contrario: el cielo, en la medida en la que pueda ser construido, sólo puede asentarse en el consenso, el apoyo y la coordinación. Y también es verdad que los poderosos debieran abandonar su renuencia a los cambios razonables porque su relativo paraíso oscila sobre tierras movedizas y su cerrazón propicia el abandono del diálogo.
El cielo ni se toma por asalto ni se defiende con las murallas de Babilonia. Lo primero, porque el cielo, al menos entre los vivos, no existe. Lo segundo, porque, de existir, los asaltos y las resistencias numantinas acabarían con él. Y, lo tercero, porque los hombres se hacen civilizados cuando prefieren la inteligencia conciliadora a la pelea.