Seguramente han visto ustedes Mientras dure la guerra, esa interesante película que deja al espectador pegado a la silla, casi sin poder levantarse cuando concluye la proyección. Amenábar es uno de los pocos directores españoles capaces de sorprendernos con incursiones en terrenos inéditos o de situarse en perspectivas que antes no había ocupado nadie. Esta vez nos lleva a la España de 1936, con la sublevación militar en marcha y Salamanca convertida en el centro neurálgico de la zona rebelde. Unamuno, el escritor, el filósofo, el rector de su universidad, es el protagonista del relato, con sus cosas de siempre y otras que se le supone por viejo. Pero no lo llena todo, ni mucho menos. La película deja suficiente espacio para que, en paralelo y entremezclados, quepan otros hombres peculiares y para que asistamos al desarrollo de las intrigas que llevan al caudillaje de Franco y a su determinación final de sobrepasar la mera corrección de la República.
Pero el interés de la cinta de Amenábar no procede tanto de la evocación, más o menos acertada, de personajes y de sucesos históricos como de su manera de situarnos ante las dramáticas limitaciones de los seres humanos. Los del 36 y los de ahora somos hombres pequeños y débiles, por muchos libros que hayamos escrito o muchos galones y medallas que adornen nuestras guerreras. Y, frente a nosotros, la realidad es tozuda y difícilmente manejable, siempre evasiva, dispuesta a escurrírsenos entre los dedos y a no mantenerse dentro de nuestros corrales. Débiles nosotros y fuerte lo que nos envuelve, damos palos de ciego a un lado y a otro y Amenábar, más que a los detalles de la erudición histórica, atiende a transmitirnos ese mensaje perdurable. La ambigüedad está en la médula del alma humana y se nutre, además, del contradictorio efecto de nuestros actos. No hay nada seguro, al menos, enteramente seguro. Y tampoco con lo que decimos o lo que hacemos queda claro, ni siquiera para nosotros mismos, ni lo que somos ni lo que pretendemos. Reflejo del mundo del que procedemos, encarnamos sus contradicciones.
Y, sin embargo y por ser la verdad, no es malo reconocerlo. Incluso es bueno hacerlo patente y mostrarlo como lo hace, a mi entender, Amenábar. Tener claro que nuestro entorno es espinoso y que siempre se las arreglará para darnos un zarpazo es un antídoto para el fanatismo. La ambigüedad no se casa con las soluciones dogmáticas, ni con las recetas curalotodo, ni con la pretensión de carisma de sus dispensadores.
El Unamuno de Amenábar no es un hombre fuerte ni decidido ni enérgico. Detienen a sus amigos delante de él y él no responde como lo hubiera hecho el poderoso Aquiles. Se limita a tímidas gestiones. Quiere seguir creyendo que acertó cuando dio su apoyo a los generales rebeldes y, sin embargo, ve ahora que uno de ellos, Millán-Astray, al que se describe como un matón, se va haciendo dueño de la junta militar. Le admiran como escritor, pero lo hacen los analfabetos y quienes, como la esposa de Franco, sólo quieren atender a una parte de su obra. Y no quiere hablar en el acto del día de la raza porque se teme a sí mismo y teme llegar a donde no le interesa. ¿Condena, por todo ello, el director a su personaje? Creo que no. Al contrario, su propuesta es un homenaje al hombre real, al hombre de carne y hueso que, según la expresión acuñada por el propio Unamuno, es el único que verdaderamente interesa.
Porque, ¿quién que no sea un fanático puede decir que no entiende que Unamuno reclamase la vuelta del orden y de la tranquilidad a las calles y pusiera por un momento su esperanza en aquellos que prometían, sin otras pretensiones iniciales, hacerlo? ¿Y quién puede no entender que le costara reconocer que del orden impuesto se estuviera pasando al otro extremo, a la represión y a la aniquilación del contrario? Todos somos débiles y ambivalentes y, para todos, la realidad se alza indomable. Si los dilemas los traemos a nuestros días, debemos reconocernos también a merced de las disyuntivas. ¿Hay que evitar drásticamente el cambio climático o atender también al mantenimiento de la industria convencional? ¿Debemos restringir la llegada de inmigrantes o facilitar su entrada en Europa? ¿Conviene ser duros con los separatistas? ¿Es mejor bajar o es mejor subir los impuestos? ¿Se debe atender al aumento salarial de los trabajadores o es preferible reducir los costos de producción? ¿Hasta dónde la libertad en Internet? ¿Debe disminuir el castigo o incrementarse para evitar las conductas antisociales?
Creer que las respuestas adecuadas a cuestiones como éstas se hallan en los extremos es querer simplificar las cosas y evitar lo inevitable. Si me inclino del lado exclusivo de la represión de la libertad, achataré la vida y aumentaré la tensión latente. Por el contrario, si no hay contención y límites, el desorden hará inviable la vida civilizada. Si sólo apoyo el beneficio empresarial, acabaré empobreciendo a los asalariados hasta el punto de perjudicar al consumo y, por ende, a las propias empresas. Y, así, con todo. Parece que lo sensato es contemplar cualquier medida política como solución sólo relativa, parcialmente eficaz y llamada a caducar.
Hay, por tanto, en la propuesta de Amenábar una llamada a la moderación, muy oportuna ahora que quieren retornar los tiempos, por un lado, de la permisividad extrema y, por otro, de la dureza. Su película no sólo nos muestra la debilidad de Unamuno sino también la de Franco, la de Millán-Astray o la de Cabanellas y es esa debilidad de los generales la que reclama una señal que les permita salir de la molesta ambigüedad que sólo los verdaderamente fuertes pueden soportar. Si quien está frente a ti no sabe tampoco qué hacer, cuál es el camino a seguir, no debes facilitarle con tu actuación extremada que él pueda reclamar para sí la necesidad del extremo. Es lo que pretende lograr ahora el separatismo catalán: si el Estado actúa en un extremo, estaría legitimado para utilizar el otro. Y, al revés, el extremismo separatista o una permisividad excesiva por parte del Estado, que ni siquiera garantice el dominio de las calles, estaría facilitando el ascenso de las posiciones políticas más represivas. O en lo socioeconómico, por ejemplo, estrujar al trabajador socava la paz social y dinamita el progreso económico.
Aceptar la debilidad y la ambigüedad, en cuanto limitaciones de nuestras posibilidades de actuar sobre el mundo, constituye el fundamento del acuerdo político y del avance general. No las admiten ni los fanáticos ni los dictadores. La reflexión de Amenábar es una invitación al equilibrio y a la defensa de alternativas construidas sobre el convencimiento de que debe respetarse la terca ambigüedad de los hombres y de las cosas. Ojalá sea tenida en cuenta por aquellos a los que en estos días hemos elegido con el deseo de que sean capaces de estabilizar el gobierno de España. Especialmente, debiera ser el norte y el correctivo de los grandes partidos que, carentes de direcciones maduras y experimentadas, están optando por ir a la zaga de los nuevos y radicales. El ascenso coyuntural del apoyo electoral a los extremistas no tendría que alterar las líneas maestras de la contención en la que se mueven habitualmente las democracias occidentales.
