La historia se ha constituido siempre por hechos que, por su naturaleza, grandiosidad, impacto social u otras magnitudes se hacen merecedores de engrosar algún capítulo en sus anales. El pasado año 2019 se va a erigir como protagonista un bichito; que dejando de aplicar el diminutivo por su agresividad, pasará a hacerse merecedor de estar entre tales hechos históricos. ¡Fíjense ustedes qué protagonismo va a adquirir un tal Covid-19! Un microorganismo que, haciéndose grande, ha trastornado al orbe entero sin distinción de seres humanos: buenos, malos o regulares, creyentes o ateos, ricos o pobres. Un elemento emergiendo ante nosotros con tal hostilidad que me provoca un cúmulo de sentimientos:
Estoy harto de que ese bicho sea el centro de todas las conversaciones que mantenemos, hasta el punto de perder oportunidades para hablar sobre el último libro leído o la última película vista, o de las trastadas que hacen tus hijos o nietos, o la “trascendencia” de si lloverá hoy o mañana.
Estoy harto de ver cómo algunos intrusos en el ámbito de la ciencia o la medicina saquen pecho, haciendo tesis doctorales sobre las propiedades del bicho, su manera de atajarlo, el tiempo que durará su ataque y, lo más espeluznante, cuándo va a estar lista la vacuna.
Estoy harto de comprobar como el bicho ha inoculado su veneno a todos los ámbitos de la sociedad, teniendo que leer, escuchar y ver que en el periódico, la radio, la televisión y las redes sociales, todo, absolutamente todo, gira en torno a él.
Estoy harto del móvil, pero no puedo estar sin él. Es como ese verdadero amor, de toda la vida, que te llama, que te pide, que te ansía; pero, tan verdadero que no puedes vivir sin él, o sin ella.
No soporto al zoon politikón, o animal político, cuasi profesional de la política; que, ante adversidades como la del bicho, continúa haciendo política allá por dónde ponga sus pies. Le da igual quien tenga enfrente para asestar sus puyas ideológicas.
No soporto que ese individuo, que ha sido nombrado por el pueblo para representarle, o el que ejerce cargos en la cosa pública, ante una situación tan grave como la que está soportando nuestro pueblo con valentía y tenacidad, siga malmetiendo con críticas destructoras, sin aportar alternativas que construyan.
No soporto a los “ciudadanos” insolidarios que se echan a la calle sin perro o sin bolsa para el pan, pensando y ejerciendo como dueños de sus vidas sin tener en cuenta las vidas de los demás. Son elementos que desconocen lo que es una comunidad de vecinos, en sentido amplio, lo que significa vivir unidos para alcanzar un fin común saludable.
Me da pena que en este santo país no se hayan tenido a tiempo más respiradores, test rápidos, mascarillas, pantallas protectoras y otros equipamientos cuyos nombres me salen ya por las orejas.
Me da pena el ver día a día cómo, por el bicho, muchos mayores acaban solos su vida en hospitales o residencias, lo último que hubiesen imaginado ellos cuando estaban con nosotros. Y la imposibilidad de los familiares para extender sus manos al querido y apretarlas en su último adiós.
Me da pena la despedida familiar en los campos santos. Una despedida de tres como máximo. Un máximo de drama por la soledad entre los cipreses y en dónde se oyen menos los llantos porque son solo tres. Tres y dos sepultureros ¡faltaría más!
Me da pena la ansiedad de los niños por volver a los parques y jardines, y la paciencia de los padres por estrujarse el seso para idear juegos, leer cuentos, jugar al fútbol en el pasillo o convencerlos de que la tele no debe estar puesta todo el día para ver dibujos animados.
Me da pena de los ancianos que, estando en la última etapa de la carrera vital, tienen pena. Tienen pena porque no pueden ver a sus vástagos, que viven en otra casa; y, ya se sabe: ¡Quédate en casa!
… Pero, la esperanza es mi bandera, así que espero y me quedo con algunas cosas:
Espero y me quedo con la osadía de un pueblo que se va a hacer maduro después de esta pandemia, o lo que sea. Si estamos fuertes en el cumplimiento de nuestros deberes, lograremos retornar a lo que era nuestra vida cotidiana. Ahora me doy cuenta de lo grandioso que es la rutina, la bendita rutina cuando no pasa nada. La que no altera nada porque la belleza o la fealdad la ponemos nosotros, y no viene provocada por elementos nocivos inesperados.
Espero y me quedo con recuperar la libertad cuando los expertos y mandatarios nos liberen. Cuando supongan que el bicho ha sido eliminado y se constate que es verdad. Cuando llegue la primavera de verdad y el verano, con su calor, sea un arma vencedora que nos permita enterrar cascos, escudos y corazas.
Espero y me quedo con recordar para siempre, cuando finalice la clausura en mi casa y en la tuya, que muchos días a las ocho de la tarde, salíamos a balcones y ventanas a dar palmadas, a cantar, a poner música con grandes altavoces, a vitorear el favor que nos han brindado sanitarios, cuerpos de seguridad, otros profesionales, voluntarios y, como se decía antes, gentes de buen vivir; porque, en esas mismas ventanas, todos los días a las ocho de la tarde gritábamos: Sí, podemos porque resistimos.
