Hace algunos días un aficionado de la Gimnástica me identificó como el autor de un libro sobre el club y me preguntó mi opinión sobre la posible conversión de la entidad en Sociedad Anónima Deportiva. Le dije que, analizando los 91 años de historia del club, creía que la Gimnástica se merecía crecer, y que eso solo puede hacerse con dinero, aunque el vil metal no lo garantice. Ojalá hubiera patrocinadores – le expuse – capaces de invertir a fondo perdido para hacer de la Gimnástica un club tan grande en lo deportivo como lo es en lo histórico. Pero no los hay.
El debate corto, pero muy cordial, derivó en el pesar de mi interlocutor al reconocer que en La Albuera expresar su opinión le había llevado al conflicto con sus vecinos de grada, e incluso a perder relación con algunos de ellos. Y me dio mucha pena. Hay crispación y desasosiego en la masa social y, aunque escribí aquí hace algunas semanas que no veía fractura entre los aficionados empiezo a dudarlo.
Respeto la opinión de los contrarios a la conversión – aunque algunos me hayan insultado en redes sociales y hayan cuestionado mi profesionalidad solo por intuir mi posición – porque la Gimnástica llega muy hondo a los aficionados que toman al club como algo propio, y tienen miedo de que se lo arrebaten. Yo también lo tengo, pero el miedo lo afronto con valentía y riesgos calculados, sin permitir dispendios y descontrol. Quiero ver a la Gimnástica en campos grandes, y no por eso quiero menos al club. Durante más de una década he dado sobradas muestras de cariño a esta institución, y llevo muy mal que me digan que quiero hacerle daño.
Otro socio me aportó una perspectiva apasionante, mostrándome su satisfacción porque nunca antes había visto que la Segoviana generara tanto debate, y que hubiera recibido tantas muestras de cariño, pese a la división. Estoy de acuerdo. Y es que a veces olvidamos que estamos hablando de fútbol. No merece la pena enfadarse con el vecino por algo tan frívolo. Ni que nos fuera la vida en ello.
