Ya estamos enfrascados en el otoño ventoso y desapacible. Hace no demasiado, que los días fueran cortos y las noches largas llamaba a la hibernación en lo que a la práctica deportiva se refiere, salvo a los que destinábamos parte de nuestras energías a las pachangas a cubierto casi siempre a intempestivas horas. Buenos tiempos.
Ahora da igual la nocturnidad y la climatología porque siempre hay alguien trotando por los sitios más insospechados. Ni la oscuridad frena a los que, con un frontal luminoso, casi vuelan por la alameda del Parral o incluso más allá de San Pedro Abanto. Que sí, que yo los he visto. Y cuanto más tarde es, más rápido van, como si alguien los persiguiera o tuvieran prisa por llegar a casa, aunque ya sea de noche para todos y poco importe llegar cinco minutos antes o después.
Los admiro, mucho. Son capaces de aprovechar el tiempo de una manera escrupulosa en beneficio de su salud, y derrochan una fuerza de voluntad pétrea, necesaria para entrenar en condiciones que llaman a cualquier otra cosa menos a exponer “las patitas” a la intemperie.
Ojo, que también los hay a los que se les ha ido el “oremus” con lo de correr y no tienen otro tema de conversación. Son los que te miran raro porque no conoces tu frecuencia cardíaca en reposo, o no eres capaz de calcular las calorías que ingieres al día. Tampoco entiendo mucho a los que corren en permanente competición con el reloj y consigo mismo. Yo, al menos, entiendo el ejercicio de otra manera. Aunque ahora que lo pienso, si te ganas la vida con ello o quieres humillar a tu cuñado, el rostro descompuesto y el sudor nublando la vista están justificados.
Escribo esta columna para obligarme a retomar el hábito de calzarme las zapatillas, y dejar algún que otro kilo por los caminos de Valverde donde hace tiempo no me ven trotar. Que mi hijo de seis años diga – bendita inocencia – que tenemos que correr juntos la Carrera de Fin de Año “para ganarla otra vez” será determinante. Tiembla, cuñado.
