Escribo esta columna conmocionado por la pérdida de mi amigo, de mi hermano Pablo Fierro. Un tipo genial, desproporcionado, sin cortapisas abrochadas a lo políticamente correcto. El colega perfecto, una discoteca con patas y una eminencia en el reducido grupo de expertos en nombres de pila de jugadores de baloncesto lituanos.
Necesitaría mil días para contar todo lo que me enseñó y relatar las oportunidades en que nos reímos con Javi, César o Félix de cualquier cosa – seria o intrascendente – que pasara por el fielato de nuestro mordaz análisis. No sé si voy a poder volver a los sitios en los que tomábamos los chatos, pero lo que sí sé es que me temblará el labio cuando escuche el Back to black de Amy Winehouse, o que haré por aprenderme el himno del Athletic Club.
Todavía no me creo que se haya ido, que nos haya dejado. El tipo más terco del mundo, capaz de cocinar un arroz que no serviría ni para alicatar el baño, y de hacerse 300 kilómetros de más camino de Albacete porque conocía mejor el trayecto que tú, que tenías el plano en la mano. Esa tozudez disfrazada de orgullo formaba parte de su encanto, como la alucinante capacidad para la empatía, para confraternizar con el amigo y con el enemigo indistintamente, sin miramientos, sin prisioneros. Quizá por eso tenía tan buena relación conmigo. Fue de las pocas personas que supo leer el libro de mi arisca personalidad, de mi afán por no esforzarme en disimular lo que me importa un bledo, ni perder el tiempo en vender mi producto profesional a los que me no me aportan nada, solo por la posibilidad de que pudiera servirme para prosperar laboralmente. Todo lo que pueda haber mejorado mi relación con el mundo que me rodea en ese sentido se lo debo a él.
Su carnal mexicano va a echarlo mucho de menos, y el mezcal correrá a su salud, esa que nunca supo cuidarse. No me olvido de la manifestación corpórea de la bondad que es su mujer, Carolina, sus hermanos Geni y María José o sus hijas Carlota y Begoña. Me siento parte de su familia, y así lo manifestaré el resto de mi vida. Y ahora, cuando arriba el final de este batiburrillo de letras trufadas de congoja, es cuando vuelvo a llorar, y eso que pensé que ya no me quedaban lágrimas.
Te voy a echar mucho de menos, amigo pétreo.
