En las fiestas principales de los pueblos, solía tocar una pequeña orquesta en las procesiones y en los bailes de la plaza, pero en aquellas celebraciones de menor rango –como las vendimias o los carnavales– lo hacía un dulzainero acompañado de otra persona que tocaba el tamboril. Por aquellos lugares de mi infancia y adolescencia recuerdo al ‘tío Primo’, que amenizaba estos festejos de menos importancia. La dulzaina era y es nuestro instrumento tradicional. Siempre acompañado del tamboril. Cualquier segoviano los identifica. Uno es la voz y el otro el ritmo: jota, entradilla, pasodoble bolero, tango…, según las circunstancias.
Pero lo que predominaba en este dueto y así se quería, era la melodía de nuestra proverbial flauta y su acompañante, que nos marcaba el compás. Los dos nos iniciaban en el baile con su música –sin bulla, sin estridencias–, o amenizaban aquellas interminables procesiones
Pero actualmente, cuando ya la música se ha transformado en ruido, no podía librarse nuestra querida dulzaina. Así, de día en día, pasean por las calles principales de nuestra ciudad una o dos dulzainas –es indiferente porque no se oye ninguna–, un tamboril y el petulante protagonismo de un instrumento que lo ahoga todo: el bombo. Su estruendo se oye a lo lejos y retumba en la proximidad, él es el actor principal. La humilde dulzaina desaparece y el modesto tamboril, como acompañante histórico, pasa a mejor vida. Sólo se oye el ¡pum, pum, pum!: ruido puro y duro –que no música –, de este instrumento destinado a grandes orquestas o a bandas militares. Y la humilde dulzaina, cuando se la percibe al pasar muy próxima a los ciudadanos sentados en las terrazas, se asemeja a un gemido solicitando su comprensión.
Es sorprendente que esto suceda en Segovia con tan apreciado instrumento musical. Ella está hecha para otra cosa: la música dulce, entrañable, tan solo acompañada por su querido tamboril.
Lo demás es estridencia que lo nubla todo. ¡Fuera el bombo, sayón de nuestra apreciada dulzaina!