Un calificativo expresa alguna circunstancia o cualidad de su referente, pero el uso aislado de forma abusiva, acompañado además de siniestras e indeseadas circunstancias, tiene, a veces, un sentido peyorativo y de marginación. Su significado, ausente el nombre y asociado reiteradamente al sombrío panorama actual, se nos antoja colmado de intencionadas y lamentables connotaciones, que todos los designados lamentan con un reproche contenido, en la creencia de que más bien les parece asociado a un deseo preciso de exclusión.
Ignoro cuándo un árbol es “anciano” y hay que talarlo, cuándo un edificio es “anciano” y hay que derruirlo o por qué una flor no llega nunca a la ancianidad: ¿tal vez porque sólo posee su aroma? ¿Por qué en un nocturno de Chopin, una sinfonía de Beethoven o una cantata de Johann Sebastian Bach no se descartan sus adagios, sus allegros o cualquiera de sus movimientos? ¿Acaso no son “ancianos”? En cualquier circunstancia de la vida, aquello que sobrevive atesora aciertos valores y cualidades. ¿Por qué esas envejecidas piedras de Grecia se conservan en el Museo de Londres con tanto esmero? ¿Acaso la piedra de Rosetta no es “anciana”? Se me dirá que no todo lo antiguo ha merecido la pena ser conservado. De acuerdo. Ni lo será todo lo actual. Pero entonces, puestos a elegir, ¿debemos conservar prioritariamente lo moderno sin valor alguno y nunca, nunca –aunque posea valor contrastado–, eso otro, por el hecho de ser “anciano”?
Todo comentario en los medios sobre ese maldito bicho de la pandemia, aparece vinculado con cansina frecuencia, al adjetivo “anciano”. Ellos, por el mero hecho de serlo, al parecer, se han llevado y se llevan la peor parte del virus asesino, pero también, inexplicablemente, de las atenciones sanitarias. Es una generalización absolutamente ofensiva. ¿Acaso no se podan los rosales cuando no dan flores y no se talan los árboles frutales si no dan frutos o no se corta la zarzamora que invade nuestro sendero? Mirad, mirad…, sin embargo, ese árbol centenario nos protege del sol durante el agobio estival, nos permite soñar con las misteriosas formas de las nubes y observar el vuelo de las aves, mientras otras, entre sus ramas, nos deleitan con sus trinos.
Al parecer, hay que tener en cuenta el apelativo “anciano” a la hora de tomar ciertas decisiones hospitalarias. ¿Por ventura son los únicos que deben ser tratados de manera diferente? ¿De qué forma tan peyorativa delimita a las personas esa adjetivación? ¿No habría que tener en cuenta otros adjetivos y no sólo considerar el referido a la cronología? Hay egoístas, vagos, adustos, incompetentes, asociales, insolidarios, ignorantes etc. etc. Sin embargo, la alusión a “ancianos” se repite y se repite con una carga negativa que deprime por su falta de empatía. Para no tener que recurrir a inciertas connotaciones peyorativas a la hora de determinar el tratamiento sanitario, hagámoslo considerando las certezas: hay contagiados: 17 egoístas, 10 adustos, 7 incompetentes, 15 vagos, 12 inútiles, 13 asociales,etc., etc.
Si sólo adjetivos, ¡Adjetivos para todos!
Por lo que se habla en las tertulias o se escribe en los medios, perece ser que en ciertas órdenes –incluso escritas–, se ha repetido hasta la saciedad únicamente el epíteto “anciano” a la hora de considerar algunas atenciones sanitarias.
¿Qué cuidados recibirán, por ejemplo, a los poseedores de algún calificativo de los señalados?