Intercambiador de Moncloa, llegada amable a Madrid para los segovianos desplazados en autobús de línea. Un cómodo paseo por la calle Princesa, con numerosas atracciones vinculadas al ocio, te deja en la Gran Vía, que sigue siendo, a pesar de su declive, la arteria principal de la capital de España.
Como sociólogo, mi hermano Ernesto sentía gran atracción por los “no lugares”, espacios públicos impersonales donde se entrecruzan las soledades compartidas. Hubo una época en la que se empeñó en ir, varios sábados por la tarde, al aeropuerto de Barajas, sin mayor motivación que pasear por el recinto y contemplar el ambiente cosmopolita.
Intercambiador de Moncloa, un “no lugar” en toda regla. La terraza del café Dunkin como observatorio de la vitalidad urbana de este mundo subterráneo, que incluye desde una peluquería hasta una administración de lotería. Me viene el recuerdo nostálgico de Shinjuku, cuya estación de metro y tren de cercanías es la más grande y compleja de Tokio. Un laberinto donde puede resultar complicado encontrar una de sus cuatro salidas, coincidentes con los puntos cardinales. Un entramado comercial repleto de cafés y todo tipo de tiendas, floristerías incluidas -pues estamos en Japón-.
Se atribuye al expresidente Porfirio Díaz una frase famosa: “pobre México, qué cerca de Estados Unidos y qué lejos de Dios”. ¿Podríamos decir pobre Segovia, tan cerca de Dios y tan lejos de Madrid? Muchos segovianos no aprovechan la ventaja que supone la cercanía del centro de la gran ciudad, siendo escaso el conocimiento de las entrañas de Madrid, en términos de su riqueza cultural, gastronómica, sociológica, etc. Tal vez sea porque los urbanitas no abundan en las ciudades pequeñas, donde, entre otras cosas, muchos vecinos tienen sus raíces inmediatas en el medio rural. El “síndrome de Cenicienta” no mejora las cosas. La necesidad de coger el último autobús para volver a Segovia limita el disfrute de las posibilidades que Madrid ofrece. Por cierto, las anécdotas relativas a la pérdida del último tren nocturno y la espera del primer tren diurno inundan las novelas de Haruki Murakami.
Cada llegada a Moncloa para impartir mis clases en la Universidad Complutense, antes del confinamiento, era una fiesta. No se me hacía pesado el trayecto en autobús desde Segovia. Algún desayuno con huevos benedictine en VIPS; un matcha latte en el Starbucks icónico de Princesa; sesiones matinales en el Cine Renoir; menús del día en El rey de los tallarines, Kruger, el indio de la calle Silva o El Parque –una de tantas casas de comidas tradicionales que he conocido gracias a la curiosidad insaciable de mi hermano-. Un día de clases podía acabar con cenas en Hong Kong Kitchen (Gran Vía), la hamburguesería venezolana Anauco o el chino de la calle Altamirano.
Nunca imaginé cuán triste podría resultar la capital
Desde la muerte de mi hermano, el trayecto hacia Madrid es el camino del infierno. La pena me impide adentrarme por Princesa y Gran Vía, epicentro del Madrid afectivo de Ernesto, enamorado del centro de su Madrid. Nunca imaginé cuán triste podría resultar la capital. El dolor más profundo me embarga cuando el sintetizador de voz del autobús procedente de Segovia anuncia “Intercambiador de Moncloa, próxima estación”.
El cuatrimestre y mis clases empiezan sin Ernesto. Una “nueva normalidad” distópica. El primer día en que llego a su Madrid lloro de rabia, máxime cuando veo un cartel publicitario a la puerta de la estación: “en ESIC también hablamos de Tokio”. Cómo nos gustaba sentarnos en la mesa comunal del café Doutor y contemplar la vista del cruce principal de Ginza, puro centro de aquella metrópolis.
Una vez en Moncloa, me limito a cruzar la acera. Tomo algo rápido, un bocadillo árabe, en un pequeño bar donde dispensan el mejor shawarma de la ciudad. Se llama Yunie, un establecimiento regentado por una familia cristiana del Líbano. Sí, Líbano, el último viaje que realizamos juntos mi madre, mi hermano y yo en enero de 2019. Desde la mesa, contemplo una foto de la estatua de la virgen situada junto al santuario de Harissa. Como en todos los monumentos situados en un alto, Ernesto fue el primero en llegar. Mi madre y yo siempre le seguíamos rezagados. Igual que en el mirador de Pokhara (Nepal), desde donde contemplamos la vista majestuosa del Annapurna.
El intercambiador es cuartel general de mi soledad, compartida con tantas personas anónimas que pasan por este “no lugar”
El cuatrimestre avanza. El sótano del intercambiador de Moncloa ya es mi único refugio, alejado de la alegría primaveral que florece en las terrazas del exterior, repletas de estudiantes risueños. El Dunkin es mi oficina. Me reúno con Pamela, una alumna peruana de máster, muy competente y motivada. La nostalgia me abate. Cómo Ernesto decidió que nos alojáramos en el mítico y decadente Gran Hotel Bolívar en nuestra segunda visita a Lima a finales de 2012. Qué bien llegamos a desentrañar el alma de aquella antigua capital de un virreinato.
El intercambiador es cuartel general de mi soledad, compartida con tantas personas anónimas que pasan por este “no lugar”, como tantos emigrantes que se dirigen a la oficina que informa sobre las tarjetas municipales de transporte público. Mi lugar de espera antes de coger los autobuses respectivos al Campus de Somosaguas y Segovia. Algo de comida rápida latina en La casita tropical, donde sirven papas rellenas, arepas y empanadas criollas. Un establecimiento modesto; pero, como si fuera un clásico, un letrero anuncia “desde 2016”. Por último, un capuchino de máquina en Coffee Station, atendido por un personal muy amable, sentado en la terraza, solo con mis pensamientos.
Llega la hora de volver a Segovia; y debo ponerme tapones en los oídos. Como doliente, no me agrada escuchar ciertas conversaciones dentro del autobús. Echo de menos Japón, donde la gente apenas habla en el transporte público. Algunos lectores forran, incluso, sus libros para que sus vecinos de asiento no descubran el título. La discreción prima en una sociedad intimista.
(*) Profesor de la Universidad Complutense de Madrid.