Por los distintos escenarios de Segovia han pasado artistas de renombre y músicos de prestigio más o menos conocidos por el gran público que han dejado en la memoria sus distintas formas de concebir y entender la música. Entre Raphael y Pollito de California han pasado una pléyade de grupos y cantantes cuyo estilo permite a aquellos que creen en clasificaciones y listas encasillar a los artistas en un estilo determinado.
Créanme si les digo que después de presenciar la actuación de Pablo Carbonell en la sala Kum-D pasé largo rato pensando en dónde colocar su estilo, pero finalmente desistí en este empeño, consciente de que el actor y músico gaditano es de esos artistas necesariamente inclasificables que permiten disfrutar de un rato de humor corrosivo mezclado con buenas canciones que van del soul a las sevillanas, pasando por el rock o las baladas más melifluas.
Y es que el concierto no empezó bien. Con casi 90 minutos de retraso sobre el horario inicialmente anunciado, Carbonell y sus compañeros salieron al escenario vestidos con monos de color butano, para después dirigirse al público alabando el paisaje de olas y palmeras que se ven desde el malecón del puerto de Segovia.
Después, en un ejercicio del más puro y brillante surrealismo, el exlíder de Toreros Muertos desgranó su particular visión sobre las relaciones humanas, el amor, los celos, y tuvo tiempo para despellejar el folclore andaluz con unas vitriólicas sevillanas dedicadas al río Ganges, el puente de Brooklin, Estambul y las playas de Ipanema.
Pablo Carbonell crece sobre el escenario y el reducido público de la sala aceptó de buen grado su propuesta, en la que no olvidó algunos de sus viejos éxitos como Torero Muerto como «Hoy es domingo» o la mítica «Mi aguita amarilla», canción en la que cuenta el recorrido medioambiental de una micción.
Entre canción y canción, Carbonell cuenta historias en las que asegura que nunca ha llegado tarde a un concierto suyo «porque no empiezan nunca sin mi», o comparte risas con sus compañeros de grupo mientras pone a tono una guitarra que parece que va a romperse en cualquier momento.
Después, más canciones con historias sobre el kalimotxo de su madre o su particular homenaje a Jacques Brel adaptando su inmortal «Ne me quitte pas» a sus problemas con la dieta.
¿Han entendido algo?. Si la respuesta es negativa, tendrán ustedes la misma sensación que yo al acabar el concierto, pero he de reconocer que en mi caso, la perplejidad es similar a la que generan artistas como Albert Pla o Leo Bassi. Se les ama o se les odia, pero no dejan indiferentes, por eso estarán siempre en el candelero.
