Mario Antón Lobo
Mi ignorancia es enciclopédica y, sin embargo, mi nivel de conocimientos empieza a saturarse. Así me disculpo ante quien, ya por el ejercicio de su profesión, ya sea por una afición sin medida, intenta explicarme cosas para él fáciles y para mí totalmente novedosas.
No es que me pisaran la frase “sólo sé que no sé nada”. Ahora mi frase podría ser esta: Entre lo que he olvidado y lo que me falta por aprender lo que sé es insignificante.
Los ignorantes como yo solemos aplicar soluciones sencillas a problemas complejos. Por más que este conocimiento nos prevenga de decir tonterías insistimos en aventurarnos a exponerlas, en vez de confiar en los profesionales.
Ocurre algunas veces que un peón albañil da una solución más práctica al arreglo de la casa que la que dibujó el arquitecto en su dosier. O que un juez se apea por las orejas. O que el conductor de un autobús de línea regular manipula un móvil. Sin ser experto en nada te revuelves y reclamas sentido común. Pero, como eres un ignorante, reculas en prevención de posibles siniestros, follones o descaros.
Ocurre otras veces que tienes ganas de echarle hilo a la cometa, de departir, de jugar con las palabras, si no de expresar, con todo derecho, tus opiniones. Mandas por delante el argumento de que son ideas de peón caminero, previniendo, solicitando, cierta indulgencia del oyente, del lector. Te enfrascas en la argumentación y, si te llevan poco la contraria, disertas como si fueras entendido, olvidando tu humildad primera. Puede que el interlocutor sepa más que tú. Si su inteligencia le sirve te disuade de encampanarte con una sonrisa adecuada. Si quiere protagonismo con dos largas cambiadas te convierte en oyente para un rato. Puede que tu interlocutor coincida en parte contigo, en tu intención, en la suerte de sintaxis que ese día te asista. Entonces Salmerón, Demóstenes se quedan chicos al lado de tu verbosidad.
Efectivamente. Todo esto era para pedir disculpas previas porque tengo en la cabeza un par de ideas de peón caminero. Lo cual no quiere decir que todos lo camineros fueran elementales, pero sí baja su condición social que hacía que sus ideas no llegaran, en general, a ningún sitio.
Por ser contemporizador hablaba con mis alumnos algunas veces de fútbol. Qué rabia les daba a casi todos que Messi o Ronaldo cobraran tanto. Yo intentaba hacerles ver que cuanto más cobraran mejor para todos los españoles: más impuestos pagaban. De hecho, resolvieron sendas acusaciones pagando para no ir a la cárcel.
Se demoniza a quien se compra un Lamborghini, a los ricos. Sin pensar en la cantidad de obreros, muy cualificados, muy bien pagados, que fabrican ese Lamborghini. Obreros que, como cobran bien, se hacen construir viviendas de cierto caché que construyen otros obreros que no cobran tanto como ellos, pero tampoco les falta. Así sucesivamente. ¿Eliminamos los lamborghinis de la faz de la tierra o nos organizamos?
Tú, que cobras 1000 euros, 2.000 euros, cada mes, (¿más? A ver si vas a ser rico.) ¿Qué te parecería dar, cada mes, el 60%, la bonita cifra de 600 euros de los 1000, o 1.200 euros de los 2000, al Estado? No tendrás inconveniente, si no te parece mejor, que una persona que cobra 100.000 euros al mes entregue 60.000 euros al mes al Estado: cómo no va a poder vivir ese mes con los 40.000 euros restantes.
Va. Que yo de matemáticas tampoco entiendo y los números que pongo son un suponer. Me gustaría concitar comprensión sobre el hecho de que a nadie nos gusta que nos quiten lo que es nuestro, sea mucho o poco, en este caso hipotético más de la mitad. Una cosa es contribuir solidariamente (esta vez digo bien, no caritativamente: solidariamente porque es una obligación legal y moral) al bien público y otra cosa es que los gobernantes se inventen leyes para esquilmar al personal.
Por tanto, yo no soy partidario, ahí va la idea de peón caminero, de que pague más tanto por ciento (los tramos actuales) el que más tiene, de subir los impuestos a los ricos. Yo propongo que haya un impuesto justo. Lo justo me parece que todos tributen un, digamos, 10% de sus ganancias. El que cobra 1.000 euros pagaría 100 euros, el que cobra 1.000.000 euros pagaría 100.000 euros.
Después vendría una buena administración. Andamos estos años sin aprobar los Presupuestos Generales del Estado. Se me hace inútil aprobarlos porque, sí, falta dinero para contratar médicos, para construir centros de acogimiento de “menas”, pero llueve dinero a espuertas para otras cosas. ¿Lo tenían guardado? ¿De dónde lo sacan?
Mira, permíteme repetirlo, ni somos iguales ni sabemos cuál es el precio justo. El precio justo sólo Dios lo sabe, nosotros nos tenemos que contentar con el precio de mercado. Esto no son ideas mías ni de los peones camineros, que se lo he leído a los de la Escuela de Salamanca, ss. XVI y XVII. (Acuérdate, vaya selección española: Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Alcalá, Martín de Azpilicueta, Tomás de Mercado, Francisco Suárez, Melchor Cano, Luis de Molina, Diego de Covarrubias. Qué gusto me da nombrarlos. Y no digo todos.)
Cuantos más ricos haya mejor para todos. Más impuestos pagan y más podemos gastar en necesidades comunes. Pongámoselo fácil. Más que ricos, personas que crean empresas, que montan negocios, que fomentan empleo, riqueza; aunque luego ellos vayan en buenos coches y tengan chalés holgados. Un rico no se merece la persecución. Quien se merece la denuncia, el juicio y, si se demuestra su culpa, la cárcel, es el delincuente, sea rico o sea pobre. Por cierto, que no denunciar la comisión de un delito también es delito, por lo menos para mí. Que gocen de paz los ricos, salvo que la envidia alcance la ofensa. Persecución implacable para quien se hace con dinero, con propiedades, fraudulenta, abusiva, ilegalmente.
Me malicio, no sé si los camineros estarían de acuerdo conmigo, que algunos gobernantes, con esa matraca de la igualdad, quieren hacernos igual de pobres en vez de respetar las diferencias y aprovechar el ingenio, las ganas de producir de algunos, y con ello generar posibles para contribuir al bienestar general. Probablemente sean las consecuencias de leer y releer “La rebelión de Atlas” de Ayn Rand, “Los enemigos del comercio” de Antonio Escohotado, “Memoria del comunismo” de Federico Jiménez Losantos. Sí, amigos a quien amo sobre todo tesoro, aunque algunos seáis comunistas, a mí eso del comunismo, como mínimo, me entristece mucho.
