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Historias inconfesables

por Julio Montero
12 de enero de 2022
JULIO MONTERO 1
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¡Oye tú, no te acerques demasiado! (Recordando a Jorge Ilegal)

CARA Y CRUZ EN EL DEPORTE SEGOVIANO

Salvemos nuestro patrimonio en riesgo de ruina

Las guerras son la lógica al revés. Mucho de lo peor de la gente de repente se convierte en algo valioso… y viceversa. Tienen incluso una normalidad anormal, tan difícil de justificar cuando aquello ha terminado, que la gente, los protagonistas, los testigos, se callan. Son esos vacíos inexplicables en las narrativas vitales, en el cómo contamos nuestra vida a los cercanos, a la familia.

El hermano del Pierre de la bicicleta era médico en su pueblo. Y su pueblo era de los de la Francia ocupada. Católico y francés además. El dato es importante, porque serlo en los años cuarenta constituía en Francia una opción asumida y con consecuencias y más para un cirujano. En fin, que ser católico en Francia (y más en la ocupada) no tenía nada que ver con serlo en la España de Franco (que era la que se despachaba entonces).

El doctor en cuestión formaba parte de la red de la resistencia que se oponía a los alemanes. Estos, a diferencia de los que aparecen en las películas norteamericanas, no eran tontos y tenían algo más que sospechas sobre la fidelidad, o neutralidad al menos, del director del hospital local. Sin embargo, la guerra imponía su lógica: los equipos médicos militares germanos estaban en el frente oriental intentando que no se les desangraran los heridos en la larguísima línea de combate rusa y no daban abasto. Así es que las autoridades militares de ocupación en el pueblo tenían que comerse sus sospechas si querían asegurar atención médica a los suyos, a los de allí.

Y en aquel difícil equilibrio se movían ocupantes y resistente.

Un día aparecieron los militares alemanes en la modesta clínica del doctor. La novedad es que no llevaban a un militar para atender: le metieron a consulta, con cuidado, a un civil al que habían descerrajado tres tiros de pistola mientras comía en un restaurante. Aquello era algo inusual en un pueblo tranquilo, incluso en tiempos de guerra y ocupación.

Atendió la urgencia y hubo que hospitalizarlo. Percibió entonces otra novedad: a la puerta de la habitación quedó un soldado de guardia. Las sorpresas no acabaron ese día para el médico: entonces supo que se le presentaba una larga y difícil jornada. En casa le esperaban dos compañeros del maquis con un mensaje. El herido era un espía alemán que había descubierto toda la red de resistentes de la región. Si no se le cerraba la boca, muchos patriotas morirían.

Aquello era un problema de conciencia grave para un médico y para un católico: por muy miembro de la resistencia que se fuera. Quería hacer lo correcto y en aquellas circunstancias no estaba nada claro que alguna solución lo fuera. Acudió al párroco en busca de consejo. Este fue muy claro: “Hay que acabar con él o morirán muchos”. Con todo aquello en el corazón y en la cabeza, tomó una decisión: con la excusa de su debilidad, patente por otra parte, dijo a los alemanes que era preciso reanimarle urgentemente porque la situación era crítica. La solución fue una inyección letal.

Solo muchos años después y por casualidad su hijo supo esta historia. Nunca la mencionó de manera explícita.

En 1988 el abuelo de Jorge ‘concedió’ una entrevista a su biznieta, estudiante de periodismo: un trabajo universitario para superar una asignatura. Antes de hacerlo quiso que su tío, profesor también, lo revisara. Al hacerlo, le pareció que allí se apuntaba algo que su abuelo nunca les había mencionado en sus amplios relatos de guerra. Se quedó con la idea de ‘tirarle de la lengua’ sobre aquel asunto. El trabajo se entregó y todos contentos.

Combatió, como todos los requetés, en los frentes más duros y en las peores posiciones del conflicto

Jorge sabía que fue voluntario con 17 años. Combatió, como todos los requetés, en los frentes más duros y en las peores posiciones del conflicto. Pero hasta entonces no supo que durante la batalla del Ebro su unidad tomó un pueblo. El capitán mandó reagrupar la unidad: no sabían aún si continuarían los disparos. En medio del fragor se dio cuenta que un tiro había estropeado su fúsil. Pidió permiso al oficial para hacerse con el de alguno de los muertos. Le autorizaron: ‘deprisa’. Se acercó a un cuerpo, tiró del fusil, lo montó y vio que su propietario aún respiraba. Informó a gritos a su capitán desde allí mismo: “Capitán: aún respira”. “¿Cómo está?” fue la respuesta. El chaval de 17 años echó un vistazo y afirmó con todo el conocimiento que le daba su magra cultura médica: “Pues fatal. A punto de morir”. “Pues pégale un tiro para que no sufra” escuchó. Amartillo el arma, le apuntó y disparó.

Se acercó corriendo a su grupo probablemente apretando su gorra contra la cabeza con su mano izquierda. Así de momento, le contó a Jorge luego, no pensó mucho en ello.

Incluso iba con el convencimiento de haber hecho algo bueno: acortar una agonía, ahorrado dolor… en fin: algo así. Pero luego empezó a darle vueltas y vueltas: ¿podía haberlo salvado?; ¿cabía haberle hecho prisionero y llevarlo al hospital? ¿Había hospital? ¿Médico? ¿No tendría que haberlo intentado?; ¿por qué le salió tan rápido que estaba fatal, para morir? Quizá no era para tanto. Solo podía asumir aquello y rezar por aquel que le pareció que estaba fatal.

El nieto quiso quitar hierro al asunto. Le comentó que habría matado a otros. Aquel en concreto no era diferente. Pero sí: para el anciano lo había sido desde poco después de que le descerrajara el tiro. Definitivamente: lo mejor es no empezar ninguna guerra. Cuesta asimilarlas hasta a los que parece que las ganaron.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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