No creo que haya cosa más complicada que construir una identidad nacional desde la historia pretérita en constante reinvención. Asumido un concepto en el presente que todos debemos admitir como credo, la historia acaba por retorcerse hasta lograr que el pasado nos demuestre lo que todos ya sabemos. Sin necesidad de acudir a las fuentes primarias, a su lectura prodigiosa y esclarecedora implementada por el enriquecedor debate con otros historiadores y sus puntos de vista que diría mi Maestro, el profesor Ángel Herrerín López, la historia reconstruida en relato conviene con facilidad a cualquiera que sea el discurso falaz del político del momento. Naciones como tales han existido a lo largo de la historia, agrupando individuos de forma, por lo general, arbitraria, asociados a una característica que, siendo sinceros, poco o nada les describe. Las viejas universidades, gremios de estudiantes unidos en torno a un estudio general, creaban grupos según el idioma hablado, llevándose el distintivo de naciones. Lo hacían en Salamanca durante los siglos XIV y XV, y lo hicieron en el estudio general de Oxford, cuyo rastro nacional podemos seguir a través de sus famosos colegios. En esos batiburrillos de parloteo semejante, ya me dirán ustedes qué identificaba a un aristócrata tradicional con el hijo de un burgués comercial o un bastardo financiado por el clérigo acongojado que le había dado la vida. No sé si habrían caminado juntos ni media legua el hijo de Garci Lasso de la Vega, caballero levantisco toledano, con los churumbeles del villano de Villena o los distraídos por el cuellarano duque de Alburquerque. Y es que lo mismo se podría decir entre este que suscribe y cualquier potentado actual dedicado a la industria textil, destructora o constructora, según se mire, o al club deportivo que corresponda: nada nos une más allá de una supuesta pertenencia a la nación que dicen nos ha de definir.
En el caso de la Hispanidad, tan debatida y olvidada en tiempos de bonanza económica y paz territorial, más allá de las tradicionales baladronadas de los destructores de otra identidad semejante y contraria, me resulta complejo definirla sin un ejercicio de autocensura o, peor aún, de invención reiterada. Declarada fiesta nacional en el día 12 de octubre de 1892 por real decreto de María Cristina Habsburgo-Lorena durante la minoría de Alfonso XIII, la citada festividad venía a confirmar una tendencia extraña, señalada con claridad por el Maestro de historiadores, José Álvarez Junco, hace ya unos pocos decenios: la apropiación de la nación por las fuerzas políticas conservadoras a finales del siglo XIX. Extraña digo yo porque lo dicen mis Maestros, al ser esto de la nación-estado una idea surgida del proceso revolucionario iniciado por aquellos franceses de finales del siglo XVIII, encabezados por demonios eternos asociados al jacobinismo, la masonería y, por muchos que poco saben, a los ilustrados e iluminados de Baviera.
Siendo la nación, por tanto, resumen de una sociedad que precisaba de un estado liberal donde las fuerzas absolutistas debían asumir ser parte de un todo que recibiera y acunara las libertades, la decencia y la justicia social, amén de la legitimidad del poder político decisorio, sin duda correspondía al común el liderazgo de aquella identidad aún en ciernes. En este país nos esforzamos durante más de un siglo en construir ese estado que pudiera albergar tamaña nación para, finalmente, iniciar la conformación de aquel relato señalado que llevará a todo paisano a comprender que formaba parte de esa hispanidad inventada en los términos establecidos por una élite arrogada del poder suficiente que construyera las leyes que fueran. Banderas y literatura, música y arte, discursos y constituciones, iniciaron un proceso irreversible, al parecer, que terminara con la asunción por parte de todos los habitantes de este Estado de la existencia de una realidad indiscutible.
Sin embargo, la historia es pertinaz y tiende a dejar perlas de lo más clarificadoras en lo que se refiere a la controversia que pueda surgir. En la que nos incumbe en estas líneas, no hay más que pasear por este Real Sitio, cuna de la monarquía Borbón, para entender el poco interés que aquella élite privilegiada tenía acerca de la hispanidad como concepto aglutinador de la nación. Siendo los primeros monarcas en intitularse reyes de España, uno podría entender que aquí, en el espacio segoviano donde asentaron sus reales, habrían dedicado un espacio para recordar esa nación que con tanta fruición defendía Cánovas del Castillo pocos años antes de ser asesinado en el balneario mondragonense de Santa Águeda. Ni plaza, ni calle, ni monumento siquiera dedicado al concepto dieciochesco de nación, la Patria. En todo el Real Sitio puede uno encontrar reseña alguna relacionada con la nación española, aun después de haberse constituido el día de la hispanidad, hasta el 22 de julio de 1936. Fue entonces que la llamada Plaza de la República cambió su nomenclatura por la actual Plaza de España, aclamada entre el fervor de los milicianos rebeldes provenientes de Segovia y Madrid al calor de la asonada nacionalista iniciada pocos días antes en el norte de África. Esa plaza de España reconvertida de otra reconversión politizada ocultaba el original nombre del espacio, Plaza del Palacio, conformado por los monarcas en recuerdo del privilegio de su asentamiento a principios del siglo XVIII.
De modo que, metidos en la conmemoración o celebración, que nunca me queda claro, de la Hispanidad, igual deberíamos reflexionar la riqueza o pobreza del concepto, del momento en que fue constituido y de la relación que aquella decisión tiene con un presente de compleja diversidad militante. Hispanos somos todos, pues hace más de dos milenios que este territorio que habitamos fue nombrado por unos extraños invasores impositores de costumbres y leyes hoy asumidas como base de una civilización nunca discutida. Es posible, sin embargo, que debamos refundar el sentido de la idea que, en muchos aspectos, nos desune para, integrados y asimilados todos por un concepto más global y menos nacional, seamos capaces de ver, en algún recoveco dejado por esas diez letras, el espacio suficiente para incluir nuestro trazo constructor de una convivencia cada vez más complicada.
