El último tercio del siglo XX, que a algunos les parece tan oscuro y lejano, está lleno de personajes multiformes y luminosos, muchos de los cuales son poco conocidos entre nosotros. Es el caso de Václav Havel, escritor y activista social que llegó a ser protagonista casi a su pesar de la política de su país, la República Checa, de la que fue primer presidente al tiempo de la conquista de la democracia tras décadas de régimen tutelado por la Unión Soviética. Entre otros reconocimientos internacionales, fue premio Carlomagno y Príncipe de Asturias de comunicación y humanidades en la década de los 90, lo que nos habla de su altura moral e intelectual. En su bagaje pesa el haber sido miembro destacado de la primavera de Praga en 1968 e impulsor con otros de la Revolución de Terciopelo, otro modelo de transición democrática que causó asombro en Europa una década después de hacerlo la española. Pero sobre todo fue un hombre cabal, con un sentido de la responsabilidad formidable y en constante búsqueda de la verdad según sus biógrafos; una persona comprometida y útil para la sociedad gracias a sus arraigadas convicciones morales basadas en los principios del humanismo cristiano. Verdaderamente, un modelo de persona, de político y un intelectual de mérito que apetece revisar cada tanto.
Como muchos otros personajes destacados por su singularidad, es recordado por algunas de sus frases, aforismos cargados de experiencia de vida y de sentido común que, hasta la fecha, resisten el paso del tiempo con una frescura incontestable. Hay una de ellas que ha hecho fortuna entre el gran público y que quiero compartir con los lectores por lo que puede aportarnos en medio de la tristeza imperante por la pandemia. Dice así: “La esperanza no es la creencia de que algo saldrá bien, sino la certeza de que las cosas, independientemente de cómo salgan, tienen un sentido”.
“La esperanza no es la creencia de que algo saldrá bien, sino la certeza de que las cosas, independientemente de cómo salgan, tienen un sentido”
El virus ha irrumpido en este momento de la historia nos está “regalando” una serie de actitudes nada positivas: desconfianza entre personas, incertidumbre ante el futuro, fatiga, derrotismo y algo que es muy dañino que está en la calle: la tristeza. A poco que nos fijemos, veremos muchos rostros tristes entre nosotros y lo que es peor, resignados. Es la consecuencia de casi un año –¡un año ya!– de desconcierto ante lo que nunca pensamos que podría pasar.
Necesitamos esperanza. Una que vaya más allá de ese balsámico optimismo en una vacuna que, a modo de salutífera panacea, pueda arreglar todo el desaguisado. Necesitamos hallar una esperanza digna de la frase de Havel, una que no puede conseguirse sin un esfuerzo personal que nos implique en la empresa de descubrir un sentido en lo que nos ocurre como individuos y como sociedad. Creo que esta es la clave para abordar y superar la situación de tristeza —de desesperanza— que vivimos: la búsqueda del sentido a través de puntos de enganche que nos sirvan para aprender y mejorar como personas. De hecho, esta toma de conciencia ya parece estar calando en algunos a la hora de afrontar la nueva realidad. Hay para quien la pandemia ha supuesto una sacudida y está siendo un motivo de reflexión sobre su actitud ante la vida, para otros está siendo una ocasión para recuperar una espiritualidad que creían perdida, otros han dado un paso adelante en su compromiso solidario por los demás, para no pocos la obligada bajada de revoluciones en su actividad social les está conduciendo a un gozoso reencuentro con el arte, con la belleza, con la familia…. Es decir, la experiencia de la pandemia puede ser un motivo de “esperanza”, de encontrar un sentido a los acontecimientos. Una oportunidad para el cambio, la conversión, una ocasión decisiva para el aprendizaje. Cada uno, el suyo.
Con 15 años, con 20, con 30, llega ese momento –esa oportunidad– de dar un sentido a la muerte y de plantearse las grandes preguntas
Hay quienes han sido víctimas de este virus traidor para los que es particularmente trascendental este hallazgo de sentido: todos esos jóvenes y adolescentes que han visto marchar a sus abuelos casi sin darse cuenta, algunos de ellos de una forma cruel y fulminante. Perder al primer abuelo es para la mayoría de nosotros la primera experiencia seria de contacto con la muerte, un trance “iniciático” de obligado cumplimiento. Con 15 años, con 20, con 30, llega ese momento –esa oportunidad– de dar un sentido a la muerte y de plantearse las grandes preguntas. Al menos, de una manera incipiente, casi siempre en modo juvenil y sin todas las cartas (que solo la edad da) en la mano para poder responder, es cierto, pero necesaria para comprender un poco mejor quiénes somos y por qué estamos aquí. No nos olvidemos de ellos: también debemos acompañarlos.
Hace poco tiempo, demasiado poco para poder olvidarlo, decían algunos preclaros políticos patrios que íbamos a salir más fuertes de la pandemia. No era verdad. Pero sí puede serlo que salgamos más sabios y con más esperanza en la mochila si logramos encontrar o al menos intuir un sentido a lo que nos sucede. Y esto, gracias a Dios, depende tan solo de nosotros mismos y no del virus ni de los políticos actuales que, para su desgracia y la nuestra, en nada se parecen al antiguo presidente checo. La conclusión es clara: volvamos la mirada a Havel, luchemos por la esperanza. Nos irá mejor.