Como diría Serrat, “harto ya de estar harto ya me cansé” de escribir y de leer sobre esta nueva casta que está jugando con nuestras vidas, despilfarrando nuestro dinero, saqueando a paladas las arcas creadas con nuestro esfuerzo, dinamitando los pilares de esa libertad que se ha ido construyendo con las gotas de sangre derramadas por nuestros ancestros. Uno siempre tiene claro quién es su enemigo y observa las armas que éste utiliza. Como la vida es un devenir de cambio permanente, ahora sus artefactos bélicos se fabrican con el material del miedo, la mentira, la manipulación, el control de los medios, la ocultación de sus planes con cortinas de humo creadas por ellos mismos. El caso es que todavía hay personas que creen que estos personajillos indecentes, sean de la calaña o grupo que sean, son los que van a salvar nuestro destino.
Todo este entramado de indignación, debida a su indignidad, forma un caldo de cultivo al que seguimos dando vueltas con la cuchara de nuestra mente mientras cocinamos un sabroso guiso que al final, solo ellos se van a zampar. Desvía nuestra atención de la luz, de esa luz insuperable de la Segovia de junio a las nueve y media de la noche. Esa luz que ya descubrieron neandertales, homos, cazadores recolectores, celtas e íberos, que se fueron asentando por estos lares.
Cuando las huestes romanas se toparon con esta luz insuperable no dudaron en construir un magnánimo acueducto para asegurarse el abastecimiento del agua necesaria para la vida. Siglos más tarde, un grupo de nobles se fue instalando en la parte alta, amurallada, de la ciudad, formándose así el “Barrio de los Caballeros”. Juan de Heredia, Regidor de Segovia, levantó la “Casa de las Cabezas”, ahora conocida como el Palacio de Quintanar. Qué vínculo tendrá este lugar con la sabiduría, que ido dando cobijo a la Escuela Normal de Magisterio, los cursos de verano para extranjeros, los pintores pensionados, del Conservatorio de Música, un Instituto de Enseñanza Secundaria y ahora, un Centro de innovación y desarrollo para el diseño y la cultura en Segovia.
Y es que siempre es más sencillo y tiene más “carnaza” hablar, escribir o leer, sobre lo destructivo y vacuo, que asentarse, contra viento y marea, en lo que realmente merece la pena.
Gracias a la vida, que nos da tanto, siempre han existido personas con esa capacidad de ver la luz oculta tras la cortina. Gianni Ferraro, invariablemente acompañado por un magnífico equipo, ha ido reconstruyendo poco a poco un espacio de contemplación de esta luz que siempre está y que pocas veces somos capaces de ver, a esa hora mágica del acontecer del descanso diario del sol.
“Las noches del Quintanar” ha logrado congregar a un notable elenco de artistas para deleite de nuestros oídos, justo en el momento en el que el ruido del día comienza a hacerse ya muy pesado.
Un poco antes de la actuación, para dejar atrás el barullo y comenzar a respirar nuestro silencio interior, podemos dar un paseo por sus salas, que siempre ofrecen propuestas interesantes. En estos momentos, Marta Troya, en la estancia de la derecha, nos ofrece una caricia de paz entretejiendo, con su siempre sorprendente creatividad, el arte, la artesanía y la sanación interior, en “Una Trama sin Tejedora”. Antonio Santos, en frente y a la izquierda, despierta a nuestro niño interior con su “Arte de Jugar”. Marina Ceballos, en el interior, nos sorprende con sus ilustraciones en su “Divina Comedia”. Y en el piso de arriba, Teresa Esteban nos sumerge en el vacío a través del viendo perfilando sus piedras y guiándonos por la isla deshabitada de Hashima pintada sobre lija. Talleres y actividades aderezan el conjunto.
Ese notable programa artístico de “Las noches del Quintanar”, se eleva a sobresaliente cuando penetramos en “el jardín de los sentidos”. El gran almendro da cobijo a un escenario sobrio y minimalista del que emanan notas o palabras mientras la torre de la casa de los Marqueses de Lozoya, teñida de amarillo, va dando paso a escena al rojo, rosáceo, índigo y, finalmente, al gran silencio. Mientras, los vencejos cabriolean en felices piruetas tragándose la luz que se esfuma hasta el próximo amanecer, con plena presencia en el disfrute de ese momento irrepetible.
Con todos estos ingredientes, se crea un ambiente amigable, acogedor, simpático, educado, cariñoso, con todo aquel que, junto a uno mismo, ha sabido captar la infinitud en un instante que pudiera parecer finito.
Y te vas a casa a dormir, tranquilo, olvidado de aquella casta que está jugando con tu vida, con la firme convicción de que el cambio está en uno mismo y el férreo propósito del logro de esa transformación interior necesaria para reconstruir el mundo.
