Uno de los problemas más graves que tiene actualmente la humanidad es la situación de desigualdad que padece. Sobre todo, desigualdad económica, que es una de las causas fundamentales de todos los demás problemas de la población mundial. Esa desigualdad económica se traduce en una desigual distribución del poder político y de los recursos culturales, educativos y sanitarios. Un sistema injusto que engendra desigualdad entre los seres humanos. Unas pocas personas y familias disponen de la mayoría de las riquezas y los recursos del planeta, mientras que la mayoría de la población pasa necesidad de pan, de cultura y de dignidad. Grandes masas de personas sin techo, sin tierra, sin trabajo.
Esta desigualdad planetaria clama al cielo. Es el grito de las personas pobres de la tierra. Es injusta e intolerable la situación actual de desigualdad en el disfrute de los bienes creados por parte de un pequeño grupo de personas privilegiadas. Los creyentes estamos convencidos de que Dios creó el mundo para todos los seres humanos.
La Iglesia de Jesús se siente portadora de este mensaje liberador, que promueve la igualdad de todas las personas que pueblan el planeta. Ahora bien, ¿es la Iglesia un modelo de igualdad dentro de ella misma? Está claro que Jesús quiso una Iglesia de Iguales. No solo por su igual dignidad humana, sino porque, por el bautismo, todas las personas que seguimos a Jesús somos igualmente hijos e hijas del mismo Padre. Todas y todos con la misma vocación y la misma misión dentro de la comunidad de Jesús. Aunque hay diversidad de ministerios y carismas, nadie es superior a nadie en la Iglesia. Al menos, así debió ser.
Desgraciadamente, no ha ocurrido así en la historia del cristianismo. En la Iglesia de Jesús han aparecido y perdurado las desigualdades. No solo en los siglos más oscuros de la historia eclesial, sino también en la actualidad. Con el correr de los tiempos se ha implantado una Iglesia clerical y patriarcal, con una estructura piramidal, donde el reparto del poder es desigual e intolerable.
Y no estamos hablando sólo de actitudes, sino sobre todo de estructuras estables y permanentes, que generan una Iglesia profundamente clerical y desigual. En este punto, la Iglesia no es un modelo para la sociedad, sino que es un mal ejemplo. Se necesita un cambio radical. El Papa Francisco lo expresa de muchas maneras, y todas vienen a decir lo mismo: hay que caminar desde una Iglesia clerical hacia una Iglesia sinodal. Se requieren muchos cambios, una verdadera conversión personal y pastoral, que transforme las estructuras vigentes en la Iglesia, “hasta que la igualdad sea costumbre”, como reclama un movimiento de mujeres en la Iglesia.
Se trata de caminar hacia una Iglesia donde el laicado recupere el protagonismo que le corresponde, por su condición bautismal. Una Iglesia donde se reconozca en la práctica que las mujeres son la mitad de la sociedad humana, con igual dignidad y derechos y receptoras del mismo bautismo. Una Iglesia de corresponsabilidad, en la que todos sus miembros se sientan verdaderamente responsables de la misión evangelizadora. Una Iglesia en la que bautizadas y bautizados participen activamente en las decisiones, en la que se cumpla aquel principio que estuvo vigente en el primer milenio de la historia de la Iglesia y que después se fue olvidando: “Lo que afecta a todas y todos, debe tratarse y decidirse entre todos y todas”.
Hay que avanzar mucho, para que superemos el clericalismo y el machismo (tanto el de los clérigos como el de las personas laicas) y consigamos unas comunidades sinodales, en las que la comunión, la participación y la misión brillen en medio de este mundo.
Para que esto ocurra, se ha de caminar hacia un modelo nuevo de cristiano y cristiana. Y que la forma de distribuir y ejercer el poder en la Iglesia sea diferente. Hay diversidad de ministerios, de dones y carismas que el Espíritu reparte para el bien común. Pero eso no puede significar que haya personas superiores a las demás en la Iglesia de Jesús. Debe brillar la igualdad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios.
