No sé siquiera donde está enterrado. Tampoco he visto nunca el sepulcro. Por si fuera poco no tengo interés en esa visita. Pero la cita es buena para empezar hoy. La leyenda cuenta que se grabó en su tumba: “Aquí yace Armand Jean du Plessis, Cardenal Richelieu. // Hizo cosas buenas y malas. // Las malas las hizo bien, // Las buenas las hizo mal”.
La ventaja de estas fuentes fantásticas es que enseñan algo interesante, aunque sean falsas. Y me ha venido a la cabeza por un viejo proceso que, al parecer, ocurrió en una universidad. El resumen es que los protagonistas hicieron tan mal el mal, que lograron que ganara el bien. Por ahí anduvo nuestra última partida de mus, además de las indudables bravatas a grandes y chicas, pares y juego.
La montaña de aportaciones del maduro externo se consideró inferior al montoncito de arena del que jugaba en casa
Parece que se convocó una plaza para un candidato bien preciso que andaba justito de méritos. Acudió a la convocatoria un aguerrido profesor, con experiencia suficiente en tareas investigadoras y docentes como para ahogar con su superioridad al pretendiente local. La comisión, el tribunal, que juzgaba el caso, examinó la documentación que acreditaba lo que uno había hecho y otro había dejado de hacer. La montaña de aportaciones del maduro externo se consideró inferior al montoncito de arena del que jugaba en casa. Y sobre ese supuesto se dictaminó. Pero la valoración se hizo de un modo tan chapucero, que el teórico perdedor pudo sustentar una reclamación, tan manifiestamente patente, que tuvo éxito en los tribunales (de justicia claro).
El hecho podría considerarse histórico, por lo sorprendente: me refiero al triunfo, no a la valoración sesgada. Otro del cuarteto de jugadores apostilló que no solo era cuestión de inteligencia, sino de conocimiento del asunto. Muchos de estos tiranuelos no saben ni de qué van las cosas y suponen en los demás su propia ignorancia. En realidad muchas atribuciones de oscuras maniobras al enemigo son el resultado de un test proyectivo; cada cual piensa que los demás actúan como él y mide a la gente por su inteligencia.
Se comentó en la partida que se exageraba, que en un profesor universitario esos saberes se suponen. Y otro espetó que un ‘experimentado’ investigador de los implicados confundía la revisión de artículos con los artículos de revisión. No le creímos: nos pareció un chiste. Como el de que se puso en Linkedin un cargo falso y sus propios jefes le obligaron a cambiarlo; o el ‘profesional de reconocido prestigio’ que estaba en el paro; o aquel otro, que acusaba a uno de fruto de la endogamia y él no había salido de la universidad en que se licenció y doctoró.
Lo interesante vino después: los inútiles pasaron al ataque presentándose como víctimas
Pero la historia siguió. Es más, lo interesante vino después: los inútiles pasaron al ataque presentándose como víctimas. Iniciaron, al parecer, una campaña de recogida de firmas de apoyo y presentaron su reclamación a la decisión del juez en la junta de facultad. No se sabe con qué objeto, porque poco puede hacer una asamblea universitaria frente a una decisión judicial. Quizá reclamaran la famosa soberanía que brota de los labios profesorales cuando faltan argumentos racionales y razonables; como si la reunión de dos de ellos les constituyera automáticamente en Asamblea y depositarios de ‘su’ Voluntad Nacional: sea esta junta, consejo o unidad.
Ni las firmas ni las amistades funcionaron. La mayoría de los apoyos solicitados se disolvieron como un azucarillo en un café. El personal académico admitía así la cortedad de recursos en aquella petición y lo más importante: aquello les aburría soberamente.
Años después hubo que decidir el tribunal del ascenso del profesor por decisión judicial (y por sus méritos académicos y de investigación). Debieron desatarse recuerdos y, sobre todo, revolverse bilis. Lo lógico hubiera sido preparar una estrategia que manifestara la indudable inteligencia de quienes habían actuado sin ella en épocas anteriores. Lo primero, y sin entrar en cuestiones de justicia, medir fuerzas para realizar el plan. No se hizo: se ve que el paso del tiempo solo mejora el vino en determinadas circunstancias; en otras, ya se sabe, lo avinagra definitivamente: y eso no tiene marcha atrás.
Y lo increíble es que volvieron a repetirse los mismos pasos… y claro se obtuvo el mismo resultado: prevaleció la justicia y se volvió a recordar que las cosas, aunque sean perversas, hay que hacerlas bien para que triunfen.
Mientras se disolvía la partida, consideramos que esta historia demostraba que cuando el mal se hace mal, por falta de inteligencia, o de dedicación, o de programación, cabe la posibilidad de que triunfe la justicia. Era un fundamento para la esperanza, aunque débil. Me acordé de Orwell: “Hay pocos españoles que posean la maldita eficacia y el rigor que exige un Estado totalitario moderno”. El que no se consuela es porque no quiere.
(*) Catedrático de Universidad.
