Junto a su compañero Adolfo Eraso, la investigadora salmantina Carmen Domínguez comprueba un año más, sobre el terreno, los efectos del cambio climático a través del estudio de la evolución de los glaciares. A punto de terminar su última campaña, los datos vuelven a ser muy preocupantes, según comenta desde la Antártida, en la Base Rusa Bellingshausen, ubicada en el glaciar Collins, en King George. Las horas pasan despacio en un lugar donde, en pleno verano austral, las noches se disipan en el resplandor de la luz que en esa zona del mundo dura 24 horas. Las jornadas de trabajo pueden prolongarse dos días y medio sin descanso, apenas hay vida en miles de kilómetros a la redonda ni tiempo para el ocio y, sin embargo, para la investigadora salmantina Carmen Domínguez es «como un paraíso en el que ves muy claramente a kilómetros y kilómetros de distancia y puedes ‘oler’ la pureza del ambiente y ‘escuchar’ el silencio». Asegura Carmen que, más que describirlo, «hay que sentirlo» y vivir, como ella, a la intemperie «es muy importante para percibir estas sensaciones».
Carmen es, junto a Adolfo Eraso, la abanderada del proyecto Glackma (Glaciares, criokarst y medio ambiente), una iniciativa científica nacida en el año 2001 que trata de utilizar los glaciares como sensores naturales de la evolución del calentamiento global. Para ello cuentan con seis estaciones de medición en los hemisferios norte y sur que cada año arrojan datos tan llamativos como en ocasiones alarmantes.
Hace tiempo que Carmen Domínguez superó las 30 campañas polares desde la primera que realizó en 1997. Para ella un sueño hecho realidad y un triunfo personal por haber tenido que convencer de sus virtudes como investigadora a un nutrido grupo de científicos que miraba con recelo a esta matemática enamorada de la glaciología desde el día que asistió a una conferencia sobre el célebre glaciar ‘Perito Moreno’ y comprendió que era a eso a lo que quería dedicar el resto de su vida profesional. Tras doce años de trabajo, su huella es evidente hasta el punto de que los científicos rusos con los que suele coincidir periódicamente bautizaron con el nombre de Salamanca un cañón que se encuentra en King George «por los buenos resultados cosechados durante mi primera expedición a la Antártida», rememora, modesta, Carmen.
