Comían cuatro amigos, tres antiguos estudiantes del colegio con el que entonces era su jovencísimo profesor. Esta última precisión, la de jovencísimo, salió alrededor de la mesa al echar cuentas, porque para los tres por aquel entonces era sencillamente un profesor igual a los que tenían ya cincuenta años. Y es que eso de ser profesor te convierte en bicho de otra especie radicalmente diversa de la de tus estudiantes. Tanto que cualquier característica se olvida ante el hecho radicalmente importante: eres profesor y ellos alumnos. Y el halo se mantiene a pesar del paso del tiempo. De hecho uno de los comensales discentes siguió llamándole de usted durante todo el almuerzo.
Los tres mantenían su amistad desde su adolescencia. Se habían visto de vez en cuando, pero con esa intensidad que define las amistades para toda la vida de las otras. De esas que, aunque pasen cinco o diez años desde la última vez, reanudas la conversación como si se hubieran despedido la noche anterior. Sabían qué pensaban; qué leían (en algún caso no era difícil); qué enfermedades habían tenido; donde habían coincidido con otras amistades comunes, pero no tan fuertes de aquel entonces o de otro…
Con el profesor se toparon entre los 15 y 16 y los encuentros desde entonces (47 años antes) habían sido entre esporádicos y muy esporádicos. Nunca con los tres juntos por diversas circunstancias de la vida nada especiales. En fin: lo normal. Aniversarios de la promoción, una quedada para una excursión tranquila, una coincidencia con amigos comunes… El profesor seguía a cada uno a través de los otros, una tarea que no requiere tampoco una atención demasiado especial. Si sale, bien. Y si no, te olvidas y las caras se desdibujan y los apellidos se mezclan.
No es extraño: un compañero echó cuentas de cuántos estudiantes había tenido en su universidad durante una época concreta en que explicó una asignatura optativa que impartió a cuatro grupos cada año, con 150 estudiantes en cada grupo: 600 al año durante diez años daba una cifra asombrosa: seis mil estudiantes que se cruzarían a lo largo de su vida por sus trazados vitales y a los que muy probablemente no reconocería. Y eso solo en una década.
Pero eso no ocurre con todos. Entre la nube de estudiantes que pasan por las aulas en que enseña un profesor siempre hay algunos que son especiales. No son necesariamente los más inteligentes, aunque no caben los romos. No son habitualmente los que merodean en busca de mejor nota para expedientes brillantes, aunque suelen acabar con calificaciones bastante buenas. No te dan necesariamente la razón en todo cuando ofreces una explicación que afecta a su presente (y al tuyo). Ni los más ocurrentes, ni los más descarados. Tampoco necesitan que les repitas las cosas en masculino y femenino forzado porque saben el valor doble de los plurales en castellano. Entre gente así queda cada año alguien que sabes que verás durante toda tu vida con proximidad y cercanía, se dediquen a lo que dediquen.
No hace falta quedar de una vez para otra. La mayor parte de los encuentros serán casuales o casi. Muchas veces será en grupo. Son aquellos pocos en los resulta verdad el “tenemos que vernos otra vez”. Y en el fondo da casi igual que pasen semanas, meses o años para la siguiente coincidencia, que puede volver a ser casual, o fruto de una llamada por cualquier ocurrencia o suceso. De esas que empiezan: “oye, pasé por tal sitio y me acordé de ti y me dije: voy a llamarle”.
Y quedas. Y muchas veces la invitación se amplía a otros en las mismas circunstancias. Ni se pregunta porque forman parte de lo mismo: o del mismo curso, o del mismo suceso evocado, o del mismo susto… Y esa acumulación da más sentido al encuentro. Se comparten puntos de vista diversos sobre esos mismos sucesos que se compartieron y de los que se recuerda más el relato que cada uno ha hecho mil veces de aquello que de aquello mismo.
Y se comparte un lenguaje propio, con frases llenas de doble sentido que evocan experiencias comunes; como aquella que nos llevaba en los restaurantes a pedir lo que quedaba de aquella exquisita carne, que ya no cabía en nuestro estómago, y que pensábamos liquidar en nuestro hogar. Como nos daba vergüenza decirlo, por no parecer hambrientos, mirábamos al camarero y a media voz le decíamos: “¿puede ponérmela? Es para mi perro.” Una curiosa vergüenza que gentes de mejor posición económica y social de otros países habían superado hacía años.
Esta vez no pidieron nada para el perro, como comentó uno, nuestros padres nos habían inculcado de tal modo que no se dejaba nada en el plato, que aún nos parece pecado hacerlo. Sí: profesor y alumnos tenían más de sesenta años. Cosas de una generación.
