Están las cosas como para no quejarse. 2020 está tardando una eternidad en irse a hacer puñetas y nos rompe por dentro. Tenemos la piel muy fina y el respeto hacia lo que no nos gusta se desmorona presa de lo que entendemos como injusticias. Todo está mal, es una vergüenza, un escándalo, un secuestro de nuestras libertades y una ignominia. Que sí, pero no.
Menos mal que hay un grupo de generosos que aprovechan el tiempo que dedican otros a quejarse
Menos mal que hay un grupo de generosos que aprovechan el tiempo que dedican otros a quejarse, a intentar garantizar el bienestar de los desfavorecidos sin descuidar el propio. No son demasiados, lo que les hace ser considerados como extraordinarios, que es más que un halago. Y así estamos: los gruñones, cada vez más, y los generosos, que no abundan. Y entre medias, los niños. Les han quitado el balón en los recreos, los parques de bolas, los columpios, burrear con el abuelo, y hasta irse en plan Los Goonies con las bicis a buscar tesoros. Las clases de gimnasia en los colegios se llenan de combas, canicas, chapas y rayuelas pintadas en el suelo que los educadores comparten con la esperanza de mitigar la necesidad de chutar un balón o lanzarlo a canasta. Estupendo, pero no es lo mismo. En determinadas edades perder un año de entrenamiento específico es una tragedia, pero no he visto a un solo niño o niña quejarse. Ya lo hacen sus padres.
Gruñimos mucho. Es mejor sonreír bajo la mascarilla, que se nota
Gruñimos mucho. Es mejor sonreír bajo la mascarilla, que se nota; publicar una palabra amable en el fango de las redes sociales, o unos whatsapp preocupándote por lo que de verdad importa. Siempre es mejor que soltar bilis. Prueben a fomentar la mesura. Y si son generosos, mejor.
