Si pienso por mí, creo que todos los segovianos, o al menos la gran mayoría, seguimos extasiados cada vez que nos detenemos a contemplar el Acueducto. Un coloso, bien comprobado, que con los cambios de hora y de luz, se nos presenta de forma distinta, pero siempre bajo su condición de gran monumento pétreo. Y miren por cuanto que, en un momento de esta contemplación y sin llegar a comprender el porqué, me ha venido a la mente una comparación de esta colosal obra con otra situada nada menos que a 3.400 kilómetros de Segovia, junto a El Cairo: Las pirámides de Gizeh, es decir, las llamadas de Keops, Kefrén y Micerinos.
¿Y por qué se me ocurre pensar conjuntamente en ambas grandes construcciones de proporciones ambas gigantescas? Supongo que la explicación podría encontrarla en que tanto el Acueducto como las pirámides son un ejemplo, unas muestras únicas en la arquitectura milenaria protagonizada por la piedra. Hay una diferencia enorme, sí, entre ellas: Las pirámides son una construcción sólida, maciza; nuestro monumento es una construcción casi etérea, un ejemplo de equilibrio arquitectónico, es decir, como le definía nuestro inolvidable Luis Martín García Marcos, ‘ceniza en vilo’.
Estos gigantes pétreos guardan todavía un cierto secreto, y es el lugar donde sus constructores encontraron las canteras necesarias y las formas de trasladar, y tallar, los grandes bloques utilizados. Ciertamente, los arqueólogos han descubierto ya muchas cosas a lo largo de los siglos, pero todavía quedan en el aire algunos flecos que, seguro, en el futuro y continuando con el uso de los cada día más sofisticados aparatos, se podrán ir descubriendo.
En una cuestión no hay comparación posible: Nuestro Acueducto alcanza, en su punto máximo, 28 metros; la pirámide más elevada, la de Keops, 146; pero algo cabe comparar, y es los grandes bloques de piedra utilizados para elevar estos colosos. También los de nuestro monumento son menores -pero hay que tener en cuenta los destinos de cada uno, tan dispares, desde tumbas funerarias a conductor de agua-, porque la mayoría de los bloques graníticos de las bases de las pirámides tienen una altura superior a la de un hombre de talla media. Lo que obliga a pensar que hay que hacer un buen esfuerzo para encaramarse a ellas y para alcanzar las correspondientes bocas de entrada.
Hay que echar mano también de la imaginación para pensar en los cientos y cientos de hombres que tuvieron que emplearse en estas construcciones y los ingeniosos métodos a utilizar para elevar y colocar los grandes bloques graníticos.
A mí, desde siempre, desde que por primera vez contemplé fotografías de las pirámides, me produjeron una auténtica admiración y un deseo imperioso de contemplarlas. Cuando esto último ocurrió, en tiempos en los que el turismo todavía no exigía una regulación para el paso de tantas gentes, mi sorpresa y mi asombro fueron todavía mayores al encontrarme cara a cara con una de las siete maravillas del mundo antiguo. Aunque los expertos dicen que el calificativo se refiere más que a maravillas, a obras artísticas que había que ver.
He conocido también las ruinas de Babilonia, donde no quedaban ni restos de jardines, si bien algunos investigadores ponen en duda que éstos hayan existido. Y he contemplado el lugar supuesto donde la historia dice que estuvo el Coloso, en Rodas. Pero todo ello, opino, no tiene mucho que ver con la grandiosidad de las pirámides de Gizeh y de nuestro Acueducto, por otra parte grandes monumentos sobrevivientes y hoy contemplados y admirados por millones de personas.
Frente a los arcos de nuestro coloso, que raudos atraviesan cientos de pájaros, no solo los tradicionales vencejos, construido en años posteriores a Cristo, están las pirámides levantadas antes del comienzo de nuestra era, en las que el paso de los siglos ha dejado huella muy clara al haberse ido demoliendo, en buena parte, la capa de grandes piedras que cubrieron en un principio todas sus superficies. Una diferencia muy clara existe, y es que nuestra ‘puente’ no guarda secretos, aparte la hasta ahora indescifrable cartela, y las pirámides siguen guardando en su interior, de construcción compleja y realmente asombrosa, algunos misterios que los faraones todavía no han querido que sean desvelados en su totalidad.
Este comentario me trae a la memoria un libro de muy entretenido y de curioso contenido, “Leyendas de las Pirámides”, que en el año 2003 publicó mi gran y finado amigo Tomás Calleja Guijarro, un segoviano al que todavía no se ha reconocido como gran enamorado y conocedor de la provincia, sobre la que dejó en las librerías numerosos títulos, entre ellos un valioso, original y curioso ‘Contribución al estudio del Vocabulario Segoviano’.
