Pasó de capellán de la Falange a cura rojo. Se le recuerda, al llegar la democracia, levantando el puño junto a Santiago Carrillo en el primer mitin del PCE. El jesuita José María de Llanos (1906-1992), con su evolución para muchos sorprendente, o escandalosa según el punto de vista, simboliza el “desenganche” de la Iglesia respecto a la dictadura franquista.
Hombre de extraordinaria capacidad autocrítica, Llanos, disconforme con una vida que le parecía demasiado burguesa, se marchó a principios de los cincuenta a un suburbio de Madrid, el “Pozo del Tío Raimundo”, en el que se hacinaba la población inmigrante aparecida en los últimos tiempos. Era un lugar donde reinaba la pobreza más extrema, con chabolas que parecían ratoneras.
Cuando llovía, aquello se convertía en un tremendo barrizal. Pese todo, se producía un incontestable efecto llamada entre los que aspiraban a la promesa de futuro de una vida en la capital.
Otro jesuita, Nazario González, futuro catedrático de Historia, se encargó confeccionar un censo rudimentario para cuando un recién llegado preguntara por un vecino.
La presencia de Llanos en los suburbios estuvo llena de contrastes y paradojas. Quiso hacerse pobre entre los pobres y defenderlos aunque eso implicara ponerse bajo una chabola, con tal de evitar así su demolición. No obstante, era el cura y eso le seguía convirtiendo en una autoridad. Con la facultad, por ejemplo, para dar o negar recomendaciones a los que deseaban emigrar a Alemania. En cualquier caso, lo cierto es que su figura carismática y su extraordinaria energía cambiaron el barrio para siempre. Lo mismo traía universitarios, para que colaborasen en la construcción de casas, que obligaba a desaojar bares por la fuerza.
Más tarde, cedería una vivienda del Pozo para que se pudieran reunir las Comisiones Obreras. Acabo por afiliarse al sindicato, en reto a la mentalidad de los católicos conservadores.
Su adscripción al comunismo suscitó polémica y le provocó más de un disgusto: hubo quien llegó a negarle el saludo. Pero siempre fue creyente por encima de todo. Cuando le preguntaron qué haría si se diera un conflicto entre las directrices de la Iglesia y las del partido, en temas como, por ejemplo, la ley de aborto, respondió sin vacilar que para él tenían prioridad la fe y la disciplina católica. “Roma ante todo”. De producirse una contradicción, habría optado por dejar el PCE. No obstante, en otra ocasión, también dijo que asumía en su totalidad las directrices de su fuerza política: “Soy un hombre de partido y por supuesto no independiente”.
El ateísmo, a su entender, no pertenecía a la “esencia” del marxismo. Un católico debía apoyar al comunismo porque esa era la ideología mayoritaria del pueblo. En este punto, Llanos partía de un error. Las elecciones democráticas confirmaron que el partido preferido por los trabajadores era el PSOE de Felipe González. Los trabajadores, como ya había visto Lenin, tendían a ser reformistas antes que revolucionarios.
Es conocida la amistad del padre Llanos con Dolores Ibárruri, la mítica “Pasionaria”, cuando ambos eran ya ancianos En 1978 le dedicó un soneto en el que la presentaba con una mujer que había quebrado la esclavitud con su voz. Al final, él fue el único que iba a visitarla cuando estaba enferma, en palabras de la propia dirigente comunista. Según Pedro Miguel Lamet, los datos existentes permiten afirmar que la Pasionaria murió como católica, pero esta conversión no se habría hecho pública porque resultaba fuerte que un símbolo comunista muriera dentro de la Iglesia.
A Llanos se le tributaron muchos homenajes sin que él, siempre crítico y autocrítico, se tomara nunca en serio una “mitología barata” con la que no estaba acuerdo. Se consideraba solo un “viejo cura” que podía decir lo que quisiera, pero creía que sus palabras no tenían ninguna incidencia en la realidad. Esta valoración tan feroz de sí mismo refleja su personalidad exigente y depresiva. Nunca fue una persona con la que era fuera fácil convivir y era muy capaz de cuestionar a sus compañeros por cuestiones sin importancia como comer gambas, que además ni siquiera eran de buena calidad. Porque darse ese lujo no estaba bien en los que pretendían vivir junto a los pobres.
Aunque nunca se arrepintió de su militancia en el PCE, con el tiempo encontró que su decisión había sido demasiado apresurada. “Lo pensé poco y me dejé llevar”, confesó. Pero seguía profesando la misma solidaridad con los trabajadores, convencido de que la justicia debía anteponerse a la libertad. Tal vez con un punto de ingenuidad, en sus últimos años se dejaba timar por los pequeños delincuentes a los que ofrecía su ayuda. Cuando murió, junto a su ataúd, pudo verse un pequeño ramo de flores con estas palabras “Al abuelo, los drogatas del barrio”. Era el homenaje póstumo a una vida abierta, con sus aciertos y errores, a la exploración de nuevas y arriesgadas formas de vivir un cristianismo auténtico.
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(*) Doctor en Historia.