Los prejuicios, como los hechos, son obstinados. Para la historiografía franquista, el siglo XVIII era una centuria “antinacional”. La realidad fue justo la contraria: aquella fue la época del patriotismo. De ahí, por ejemplo, que aparecieran entidades regeneracionistas, las sociedades de amigos “del país”; preocupadas por el progreso colectivo. De ahí también que los ilustrados vieran en el patriotismo algo santo por definición. Cadalso, por ejemplo, escribió lo siguiente: “El espíritu de patriotismo que reina hoy en todos los países de Europa hace que los hombres juiciosos de cada uno estimen a los que se declaran patriotas respectivamente en los suyos”. Es decir, el amor a la patria se convierte en un factor de modernidad porque es lo que se lleva en otros países del continente. Por algo el historiador José Antonio Maravall observó que en el siglo XVIII apenas había escritor que no empleara el término “patriota” con un sentimiento de fervor. No obstante, no debemos perder de vista que hablamos de un patriotismo sin connotaciones nacionalistas, puesto que su objeto no es tanto el lugar de nacimiento como el buen gobierno bajo el amparo de un ordenamiento legal adecuado.
Para Benito Jerónimo Feijoo, la patria no es el lugar donde uno ha nacido, sino un cuerpo político regido por las mismas leyes. Pero no de cualquier tipo, sino “justas” y “moderadas”. Se le puede considerar, por ello, un precursor del patriotismo constitucional. Lo que busca es fomentar el derecho y no una identidad supuesta, capaz de exacerbar las pasiones al ser hija de la vanidad, del ansia de prevalecer unos contra otras. Para un español, el objeto de lealtad es, sin duda, España. De esta manera, nuestro religioso se opone al patriotismo local, “paisanismo” en su terminología, a su juicio tan detestable como la peste.
El jurista Juan Sempere y Guarinos también se manifiesta, en duros términos, contra la exaltación de lo local en detrimento de lo colectivo. Una nación, si quiere ser civilizada, ha de fomentar la unidad y un patriotismo que supere los antagonismos entre provincias. Por eso llega a proponer que se elimine la costumbre de citar el lugar de procedencia de un escritor, por entender que así sólo se fomenta el espíritu regional. Un hombre de mérito no debería llamarse cántabro, extremeño, andaluz o catalán sino simplemente “español”.
El político José del Campillo, en términos regeneracionistas, manifiesta que crítica a España porque quiere hacerla andar, sacarla de su decadencia. Su lenguaje es el del patriotismo fervoroso: “Escribo de España lo que no quisiera escribir, escribo contra España porque la retrato tan cadavérica como hoy está, y escribo para España deseando sea lo que debe ser”. Desde esta óptica, señalar los defectos del país no es un acto de menosprecio hacia el mismo sino una expresión de amor.
La idea de una lealtad local ha quedado atrás. Patria equivale a España, tal como comprobamos en los escritos del economista Miguel Antonio de la Gándara, que en 1759 proclamaba no tener “más patria, más partido, más paisanaje, más carne ni más sangre, que España, España y España”. Casi cuarenta años después, en un poema dedicado a Juan de Padilla, Manuel José Quintana pediría perdón a la “madre España” por la debilidad de sus “cobardes hijos”.
Patriotismo, pues, pero no necesariamente ciego. Cadalso, en sus Cartas Marruecas, precisaba que lo que era una virtud podía convertirse en un defecto si se entendía de una manera desviada, hasta el punto de convertirse en algo perjudicial para la misma patria. Un buen patriota no es el que dice amén a todo sino el que denuncia, por el bien común, las cosas que no funcionan en el país. Pero había un trecho muy largo entre eso y dejar que los extranjeros ridiculizaran España. Es por eso que se multiplican las voces de protesta cuando un tal Masson de Morvilliers escribe un artículo injurioso en el que afirmaba que el pueblo español necesitaba del permiso de un cura para leer y pensar, que su nación no había aportado nada a la historia de Europa. Este no era un punto de vista aislado entre los intelectuales franceses de aquel tiempo, propensos a ver a su vecino del sur de los Pirineos como si hubiera permanecido inmóvil desde los tiempos de Felipe II. No obstante, no todas sus andanadas se debían al desconocimiento: cargar las tintas al hablar de España constituía un medio indirecto para denunciar los defectos de la monarquía borbónica francesa.
Se ha estudiado a fondo la imagen que los ilustrados tenían de España, un país atrasado, dominado por el fanatismo inquisitorial. Menos sabemos, en cambio, de lo que destacaron como positivo. Para Rousseau, por ejemplo, los españoles constituían un arquetipo de lo que debía ser un buen viajero porque buscaban conocimientos útiles cuando otros se perdían en diversiones insustanciales: “mientras que un francés frecuenta a los artistas de un país, un inglés hace dibujar alguna antigüedad y un alemán lleva su álbum a casa de los sabios, el español estudia en silencio el gobierno, las costumbres y la policía, y él es el único de los cuatro que saca del viaje observaciones útiles para su patria”.
Giacomo Casanova, para nada hispanófilo, prefería relacionarse con franceses antes que con españoles. De los primeros apreciaba sus modales corteses, mientras los segundos le molestaba el “orgullo ofensivo” que los hacía repelentes. Sin embargo, tenía que admitir que los franceses le habían engañado en muchas ocasiones. Los españoles, en cambio, nunca. La moraleja, para el italiano, estaba clara: debemos desconfiar de nuestros gustos.
Humboldt, el gran científico alemán, anotara en 1799 que en España la desigualdad social es menos acusada que en otras naciones: “Existe escasa diferencia entre el pueblo y las clases elevadas de la sociedad en lo relativo al lenguaje, los usos y las costumbres. Hay aquí más llaneza en el trato y mayor naturalidad que en el resto de Europa”.
Unos testimonios a tener en cuenta, si queremos huir del Escila de la complacencia sin caer en el Caribdis de la autoflagelación. Un célebre historiador citaba a aquel liberal decimonónico que anunciaba a los españoles que ya tenían patria. El suyo, lejos de ser un testimonio irrecusables, solo reflejaba la antigua manía del adanismo.
____________
(*)Doctor en Historia