La desaparición del escritor y cineasta Paul Auster me dejó abatido. Tenía, tengo, la sensación, al leer sus libros –o ver las peliculas que escribió- que era un hombre que tenía mucho por contar. Para mí era un amigo, aunque nunca le haya conocido. Cuando era joven recuerdo ver su película “Lulu on the bridge” y salir del cine con esa sensación que pocas veces tengo y que no sabría definir. Y era una película con fetiche, una piedra mágica de la que sabremos poco y que tanto influirá en la vida de Harvey Keitel y Mira Sorvino. Ese objeto me fascinó y lo ha seguido haciendo al volver a ver la película. Es el tipo de objeto que todos buscamos durante nuestra vida. La película en sí, “Lulu on the bridge”, es ese objeto, ese fetiche.
Empiezo a frotar la lámpara maravillosa. A frotar. A frotar. El Diccionario de la Real Academia a propósito de “fetiche”: “Ídolo u objeto de culto al que se atribuyen poderes naturales, especialmente entre los pueblos primitivos.”
Y “fetichismo”: “1. Culto de los fetiches. 2. Veneración excesiva de algo o alguien. Sinónimos diversos que incluyen idolatría, totemismo, superstición.”
¡Un tótem! Por ejemplo la escena del camarote de “Una noche en la ópera”. Posiblemente mi escena fetiche, mi favorita de todas las que conozco. Harpo Marx en su máximo poder. Tengo que volver a verla, pienso, lo antes posible. Es la pura alegría y de portero del camarote ejerce Groucho.
Otro fetiche importante para mí deriva de una frase: “Llamará el Acordeonista y me dará instrucciones.” Una frase, un libro del cineasta Manolo Marinero para plantar batalla al absurdo, para reunir a los tres de Zamarramala con un libro de poder. No me encuentro un libro, lo escribo yo y los de Zamarramala lo protegen. “El Acordeonista te está llamando”, me dijo el cineasta argentino Adolfo Aristarain. Ahí cerca está, en la biblioteca, en la sala de estar, en el trastero, e incluso en el baño. En cualquier momento puedo necesitarlo.
Así que soy un fetichista. No me extraña estar escribiendo por fin esto. No sé cómo se me ocurrió. Uno nunca sabe de dónde va a surgir la escritura.
Recordaba las aventuras de Harpo Marx. Muchos fetiches: Escenas de películas, frases de cine, actores o actrices, un final de cine, cromos.
En mi biblioteca en diagonal busco un libro. Está ahí, lo sé, pero no sé muy bien el lugar. Tengo un poco de suerte y lo encuentro en un estante al alcance de la mano. Ahí está el libro “Michelle PFEIFFER”. Pfeiffer con mayúsculas. El autor es Antonio Weinrichter y es una primera edición de 1993. Las primeras páginas agrupan, para el lector despistado, varias fotografías de Pfeiffer de distintas películas. “Estos retratos tuyos para verte”, diría Manuel Altolaguirre.
Esos retratos o fotografías me recuerdan las colecciones. La palabra “colección” también va íntimamente unida a “fetiche”. Y el libro de Michelle Pfeiffer es un libro humilde de bolsillo con las fotografías en blanco y negro. La fotografía de la portada es Pfeiffer al natural, tal y como la conoció el autor. ¡Conoció a su fetiche!
¿Y por qué un fetiche y no otro? ¿Es sentimental, fugaz, espiritual, sexual? Parece que todos los fetiches son posibles. Y en el cine infinito las probabilidades también lo son. Quizá todos tenemos una frase idolatrada, o un actor o actriz que va más allá de ser su favorito o favorita, como le sucede a Weinrichter con la Pfeiffer.
Palpo la tapa dura, fuerte, de “El cine” de Editorial Blume y palpo la tapa dura, resistente al tiempo, del “Charles Chaplin” de Manolo Matji. Quiero esos libros muy a mano. Por eso los coloco en los primeros estantes de mi biblioteca en diagonal. Fetiches.

Hojeo el libro de la Pfeiffer mientras voy escribiendo esto. Me abruma un poco ver a Michelle Pfeiffer tan joven. Es como un libro antiguo para mí, de otra época. Debí comprarlo teniendo poco más de veinte años, seguramente por poco dinero. Es un libro que me redirige al que yo era. Lo atesoré. Ahora lo había olvidado y me invita a ver cine de la actriz norteamericana.
Voy saltando páginas. No sé por qué ahora el libro no me atrapa. El texto me parece bastante malo. Quizá el malo soy yo. Lo abro. Lo cierro. Vuelvo a abrirlo. Así durante un rato. Vuelvo a pasar páginas leyéndolo poco. Vuelvo a las fotografías. ¿Por qué lo compré? Era barato y estaba hechizado por la Pfeiffer. La actriz fetiche. Pero mi fetiche debió coger polvo o quedó desfasado. Seguramente asistí al declive de la carrera de la norteamericana tras estar en la cumbre de Hollywood. No sé si hubo tal declive. Hace mucho tiempo que no veo una película suya.
Pero el fetichismo absoluto surgió con “Las amistades peligrosas” de Stephen Frears. Era ver una película excelente (verdaderamente excelente) con una actriz también excelente. Y luego descubrí “Cuando llega la noche”, “Lady Halcón” y quizá su mejor trabajo, “La edad de la inocencia.”
Pasó el libro y quizá pasé yo. El polvo del tiempo lo cubre todo. Copio de nuevo a Angelopoulos.
Hay películas de culto como “Luces de la ciudad” o “El hombre que mató a Liberty Valance” o “Casablanca” o “Los siete samurais” o “2001”. Siempre aparece un fetiche nuevo, un cineasta de culto como David Lynch y una película que sale de no sabes dónde, como “Nicky, la aprendiz de bruja”, de Hayao Miyazaki. La vi hace poco y pensé que era una película tan sencilla, tan bella, tan humana, que era de las mejores películas que yo conozco. ¡Película fetiche!
Si leemos a Fernando Trueba escribiendo sobre Billy Wilder vemos que no sólo es un tótem truebiano, sino que es auténtico dios. Pasamos a la adoración al ídolo.

El objeto de nuestro fetichismo puede haber desaparecido, pero su “cine” (interpretaciones, direcciones, fotografías, libros, etc…) sigue vivo. El fetiche es un fuerte frente a la realidad. El recuerdo, la capacidad de recordar, son un fetiche. Qué palabra tan bella es “recuerdo”, hacer presente al cineasta que ya se fue, que está en los confines.
Me canso del libro de Weinrichter sobre la Pfeiffer porque el fetiche también puede cansarnos. No es infinito ni inmortal. Puede morir. Hemos decidido arrinconarlo. Es hora de pasar a otra cosa.
Un fetiche que me ha interesado es el álbum de vinilo. La banda sonora. ¿Qué pretendía cuándo me hice con esos vinilos? Supongo que guardar algo, una melodía, una secuencia o todo el corpus de una película. ¡Cerrar los ojos y ver la película! Sí. Trucos para cuando no está el cine cerca y no puedes verlo. Entonces puedes cerrarlos y escuchar esas bandas sonoras y tararearlas. Fetiches dentro de fetiches dentro de fetiches.
El libro de Pfeiffer no da para más.
Entonces Rubén me habla de Hitchcock y sus rubias. Sí, sí, no hay mayor fetichista que Hitch, que mira a Kim Novak en “Vértigo (de entre los muertos)” y la cambiará de rubia a morena o de morena a rubia según a él y a su fetichismo interese. Y entre esas rubias, como no, Grace Kelly, que es fuego artificial para Cary Grant. Pero a Hitch, pobre hombre, le arrebataron a la Kelly. El villano fue Rainiero de Mónaco. Y sin princesa, Hitchcock tuvo que conformarse con Tippi Hedren o Julie Andrews, pero ya no era lo mismo.

Al fetichista no le gustan las imitaciones, las baratijas y los pingos. Quiere la máxima fidelidad. Y la máxima fidelidad es la imagen cinematográfica, la ilusión de estar ahí, sea el fetiche Grace Kelly o sea otro. Adorarlo, postrarse a él. Aquello que me recordaba Carlos Gracia a propósito del coleccionismo de películas y la frase de Warner: “tuyas para siempre” a propósito de las películas de vhs.
Cierro el libro de la Pfeiffer y abro por un momento “El cine” de Blume. Aparecen las primeras divas, como Theda Bara, Mabel Normand, Asta Nielsen o Mary Pickford. El polvo del tiempo. ¿Fetiches olvidados? En un arcón, en un trastero, en una postal guardada en un sobre.
Alguien habrá de rescatar esas actrices del olvido. Yo ya no. Se me acabó el tiempo.
¿O no? Nunca se sabe. La aventura puede estar cerca, también al alcance de la mano en la biblioteca en diagonal.
Un fotograma fetiche de Irene Jacob o de Shrek. Podría aparecer en un libro escondido donde lo guardé. El proyeccionista lo cortó, lo extravió. El fetiche antigüalla.
Pfeiffer está ya lejos y me entristece. Sigo un poco más con el libro de Blume. Nombres y más nombres: Von Stroheim, Lang, Murnau, Pabst, Flaherty… Esto no tiene fin en el libro poderosísimo y a la vez muy débil. Todos esos artistas, cómicos, gentes del cine, quieren superar a la realidad. Ilusiones.
Fetiche ilusión y Fetiche nostalgia. Como no encuentro mis recortes de fotogramas le pregunto a Elena que rápidamente accede a la parte superior de la biblioteca. Ahí está una gran caja cerrada, caja de nuestras vidas, la suya y la mía. Gentes del cine unidas por el cine.

¡Esa caja! ¿La abrimos? Puede surgir la nostalgia pero también la tristeza. La abrimos y juntos encontramos también risas y alegría. Nos encontramos vivos, fantasmales. Elena también es fetichista; encuentra una gran fotografía suya de Leonardo DiCaprio.
Entre otras cosas hay muchas postales de viajes, de viajeros del cine que echan de menos sus salas favoritas, sus pantallas, su ladrillo de arcilla de la fachada.
Entre otras cosas, también, hay un “Sobre de la desesperación”, sobre las horas de trabajo en el cine, las horas más tediosas. Las hay, claro. Cualquier espectador se ha ido en alguna ocasión del cine sin finalizar la proyección, después de aguantar algún bodrio infumable. Cómo duele entonces el dinero invertido en la entrada. Pero es el precio a pagar.
Hay de todo en esta caja que hemos rescatado. Quizá aparezca lo inesperado. Es curioso ponerse a revolver en pequeñas cajitas, cofres, cajas, cajones, trasteros enteros, garajes, bibliotecas públicas, casas enteras, ciudades enteras.
Me fijo en una lista de apodos de espectadores del cine. Era imposible saber el nombre de todos pero sí darle a apodo a algún espectador especialmente simpático o antipático o peculiar. Fetiches lejanos convertidos prácticamente en ceniza.

Acabo abrumado por la caja, intentando encontrar un sentido al cine. ¿Por qué estamos aquí? Intentamos encontrar respuestas e intento averiguar algo en este artículo que según escribo más parece una divagación. Ilusión infinita y nosotros con nuestros pequeños tótems. ¿Y el Absurdo? Al acecho. También dentro de la caja.
Miro un Ken Loach recortable y me alegro y al mismo tiempo me desanimo. Tendré que ir terminando con un cuaderno verde bitácora dentro de la caja. Posiblemente algún lector guarda sus entradas de cine, sus vinilos o sus listas de películas favoritas. Ninguno estamos a salvo de las imaginación y la fantasía.
El milagro de las fotografías, que en el fondo son miniaturas de cinematografías. Cartas y artículos de prensa en el cuaderno verde. Recuerdos. ¡Qué tristeza y qué nostalgia! En taller naufragio ya lo escribí una vez, pero lo hago de nuevo: “Vendrán otros cines”, me dijo Matji. Pero yo soy incapaz de superar el duelo. Es mi trastorno, mi síndrome. ¡Un síndrome fetiche!
Froto la palabra, “fetiche”. La repito y la repito, paso y paso la mano por la lámpara maravillosa. Y cerca de Matji está Cuerda.”: “Cuando algo vivo se mueve entre las ruinas, renace el mundo.”
Me gustan las cuerderías, su cineclubismo de afecto, lector. Es una guarida, un refugio si llueve mucho. Un haz de luz con otro modo de ver el cine. Ambos juntos. Se trata de construir con afecto ese nuevo cine, un fetiche en el que estemos nosotros, que no sea una falsedad. Sea objeto que palpar. Recordemos siempre el tacto y usémoslo. Recordemos aquello que escribió Alain Bergala a propósito de una iniciativa de cineasta, de cinéfilo: “Formación de un gusto frente a la estupidez y la fealdad” de la televisión y el imperio del Audiovisual.
Hasta pronto, fetiches.
