Antes de analizar la situación de Europa hoy, creo que no estaría de más un pequeño recorrido a través de la historia para recordar y comprender cómo se formó una de las civilizaciones más influyentes del mundo. La historia de Europa es una historia de emigraciones, conquistas, alianzas y revoluciones que han dado forma al continente tal como lo conocemos hoy.
La historia nos confirma que las primeras civilizaciones europeas avanzadas aparecieron en la cuenca del Mediterráneo y no se puede hablar de la formación de Europa sin mencionar la Grecia Antigua. Fue allí donde surgieron conceptos fundamentales de la civilización occidental como la democracia, la filosofía y el pensamiento científico. Figuras como Sócrates, Platón y Aristóteles sentaron las bases del pensamiento racional, mientras que en la literatura, Homero inmortalizó la mitología con la «Ilíada» y la «Odisea».
El Imperio Romano (27 a.C./476 d.C.) consolidó muchas de las ideas y avances culturales griegos, extendiéndolos por gran parte del continente. Gracias a Roma, Europa se unificó bajo un sistema de leyes, infraestructuras como carreteras y acueductos, y una lengua común, el latín, que con el tiempo dio origen a las lenguas romances.
Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V d.C. Europa entró en un período de fragmentación y cambios profundos. Distintos pueblos germánicos, como los visigodos, ostrogodos y francos, comenzaron a formar sus propios reinos sobre las ruinas del imperio. Esta era, conocida como la Alta Edad Media, estuvo marcada por luchas constantes y la conformación de los poderes en Europa. Pero a pesar del caos, la Iglesia Católica emergió como una fuerza estabilizadora. El cristianismo se consolidó en toda Europa y se convirtió en el elemento unificador de un continente fragmentado. Los monasterios se convirtieron en centros de aprendizaje y conservación del conocimiento clásico.
Entre los siglos IX y XV, Europa experimentó un proceso de reorganización política y social basado en el feudalismo, sistema que se caracterizaba por la descentralización del poder y la relación de vasallaje entre señores y campesinos. Grandes reinos comenzaron a consolidarse, como Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio Romano Germánico. Y durante este período, también se llevaron a cabo las Cruzadas, campañas militares con el objetivo de recuperar Tierra Santa del dominio musulmán. Estas expediciones, aunque fallidas en su objetivo principal, facilitaron un intenso intercambio cultural y económico entre Europa y el mundo islámico.
A partir del siglo XIV, un renovado interés por la cultura clásica griega y romana dio lugar al Renacimiento. Italia fue la cuna de este movimiento que promovió el humanismo, las artes y los avances científicos. Figuras como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Copérnico revolucionaron la forma en que el hombre percibía el mundo.
Con la llegada de la era de las exploraciones, en la que España destacó claramente, Europa se expandió más allá de sus fronteras. Navegantes como Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano, Vasco de Gama y Fernando de Magallanes llevaron la influencia europea a África, Asia y América. La colonización y el comercio internacional transformaron la economía europea y dieron paso a la modernidad.
El siglo XVIII marcó un punto de inflexión con la Revolución Industrial, que comenzó en Gran Bretaña y se extendió por todo el continente. La mecanización de la producción, el crecimiento de las ciudades y el avance del capitalismo cambiaron radicalmente la estructura social y económica de Europa. Simultáneamente, revoluciones políticas como la Revolución
Francesa (1789) desafiaron el poder de la monarquía y promovieron ideas de libertad, igualdad y fraternidad. Este período también estuvo marcado por conflictos como las Guerras Napoleónicas, que afianzaron las fronteras y la política europea.
Lamentablemente, la primera mitad del siglo XX fue testigo de dos guerras devastadoras que decidieron el destino de Europa. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) debilitó a las antiguas potencias imperiales y llevó al colapso de imperios como el austrohúngaro y el otomano. Y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue aún más devastadora, dejando a Europa en ruinas y dividiendo el continente en dos bloques: el occidental capitalista y el oriental comunista bajo la influencia de la Unión Soviética.
Vino después el período de la Guerra Fría entre 1947 y la caída del Muro en 1989, momento en que se crearon instituciones como la Unión Europea que buscaba la cooperación y la integración entre los países europeos para evitar nuevos conflictos.
Y hasta aquí este breve recorrido por la historia europea para recordar de donde venimos, y para comprender por qué hoy Europa es un continente de gran diversidad cultural, política y económica. Es cierto que la Unión Europea ha facilitado la cooperación entre países, pero también es evidente e indubitable que se enfrenta a importantes desafíos como la crisis migratoria, el auge de movimientos nacionalistas y la incertidumbre económica. Por cierto, la Unión Europea se creó para evitar nuevos conflictos, algo que consiguió porque no se han vuelto a repetir las guerras entre las naciones que la integran. Pero desgraciadamente, ha surgido un enfrentamiento inesperado por culpa de un invasor que pisoteó el Memorándum de Budapest, aquel que Ucrania firmó en 1994 con Rusia, quien se comprometió formalmente a respetar la soberanía y la integridad territorial de Ucrania a cambio de la cesión de su material nuclear.
Europa, que lleva 500 años mandando cuando no es más que el 6% de la población mundial, encara este 2025 con una gran pérdida de influencia. Abdicó de la capacidad de defenderse, abdicamos de lo que veníamos siendo, y mientras los americanos crean Apple, Microsoft y Amazon, nosotros nos entretenemos con los tapones de las botellas, con la destrucción de presas y con continuos ataques a nuestra propia agricultura y ganadería. Habría que frenar esa Agenda 2030 que, entre otras cosas, destruye a los agricultores en vez de protegerlos, y sin agricultores no hay comida, no hay futuro. Por otra parte, militarmente, tecnológicamente y económicamente estamos yendo hacia atrás.
Tras años de “buenismo”, de la defensa a ultranza de lo políticamente correcto, y de olvidarse de que hay que estar preparados para plantar cara a quien amenaza nuestra libertad, nos encontramos repentinamente con un giro inesperado en E.E.U.U. que nos ha pillado con el pie cambiado y totalmente desprevenidos. Europa estaba acomodada en los brazos del tío Sam y tan acostumbrada a confiar en el escudo que nos proporcionaban los americanos, que ahora, por necesidad, se está pensando en presupuestar 800.000 millones de euros para asegurar nuestra defensa, porque se entiende que la mayor arma para la paz es la disuasión. Ya lo afirmaba la famosa máxima latina: “Si vis pacem, para bellum”. Pero aunque eso no se arregla de un día para otro, el giro de la política militar de Trump obliga a acelerar el proceso.
Además, parece que ya no sirve aquello que dijo un primer secretario general: “La OTAN sirve para tener a E.E.U.U. dentro, Alemania debajo y Rusia fuera”. Por tanto, es posible que estemos ante un nuevo orden mundial desconocido, cuyas consecuencias son imprevisibles. Para los que vivimos la guerra fría entre E.E.U.U. y la Unión Soviética, nos resulta insólito ver ahora sus conversaciones a espaldas de Europa; y lo que aumenta la preocupación es escuchar al comisario europeo de Defensa una declaración inquietante: “Rusia podría estar preparada para un enfrentamiento con la OTAN en cinco años o menos”. Todos esperamos que eso no suceda, pero el hecho es que estamos en unos tiempos complicados donde todo puede pasar.
A pesar de los obstáculos, Europa sigue siendo un faro de civilización y desarrollo. Su historia es un recordatorio de su capacidad de adaptación y reinvención y su futuro dependerá de su habilidad para equilibrar sus raíces históricas con los retos de un mundo en constante cambio. Pero los desafíos más arriba señalados (crisis migratoria, auge de los nacionalismos y economía), son de tal envergadura que están provocando un gran desasosiego a todos los europeos, porque dudan de la capacidad de sus líderes para afrontarlos con determinación y efectividad. Y en España por partida doble.
Esa es la razón por la que Europa debe centrarse primero en resolver sus desafíos, y posteriormente, en desarrollar su potencial y sus oportunidades económicas, empresariales, tecnológicas, medioambientales, sociales y educativas, y tomárselas en serio para revertir el declive motivado por la falta de ideas claras y objetivos concretos de nuestros gobernantes europeos. Ya nos gustaría contar con políticos de la talla de Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Paul-Henri Spaak, (los llamados “Padres de Europa”), porque las cosas serían muy diferentes. Todos eran hombres de Estado con experiencia en el arte de gobernar y con la mirada puesta en la siguiente generación, a diferencia de algunos políticos populistas actuales que solo están pendientes de las siguientes elecciones y de su propia supervivencia. Pero tenemos que aguantarnos y conformarnos con lo que hay, aunque con el optimismo de que se confirme el proverbio francés: “A fuerza de ir todo mal, comienza a ir todo bien”. Y sobre todo hay que tener esperanza, porque es bien sabido que esperar sin esperanza es un infierno.
