La invención y la hipocresía son en nuestros políticos fueros que no pasan factura. Según las encuestas uno de los principales problemas de España es la credibilidad política, tal vez porque se usan argumentos grises y contradictorios, sin pestañear. ¡Qué más da! Leyendo las páginas de la historia encontramos situaciones paradigmáticas. ¿Un ejemplo? Ya saben, a decir de Zapatero, tenemos un Rey muy republicano. ¡Y el tío se quedó tan ancho! Igual llevaba razón Rajoy cuando decía que es mejor un patriota de hojalata que un bobo solemne. Me guardo mi opinión.
Se cuenta que Erasmo de Róterdam, fustigador de la laxa moralidad del clero y defensor de la necesidad de reformar la Iglesia manteniendo sus dogmas, fue tachado de herejía cuando se le sorprendió comiendo carne en plena Cuaresma. “Mi alma es profundamente católica, pero mi estómago es luterano” se justificó en un alarde de hipocresía. Sería algo así como si hoy, un dirigente chavista defendiera su conciencia obrera desde el barrio vallecano en el que dice aspirar a vivir toda su vida y, en cuanto pudiera, se comprase un casoplón en Galapagar haciendo lo contrario de lo que proclama, pero con la complacencia de los suyos. O que un prohombre comunista eludiese los legítimos derechos sociales de sus trabajadores pagando en negro. La izquierda convirtiendo a sus dirigentes en aquello que más odian. Pero eso es otra historia.
La cosa no queda ahí. En ocasiones la política trata a los administrados como perfectos borregos. Y a juzgar por las reacciones, tal vez alguna razón lleve. Pondré un ejemplo. Allá en 1918, concluía la Primera Guerra Mundial y también amainaba la pandemia de la gripe española. Sin embargo, la crisis se agravó por el acaparamiento del trigo y la harina por parte de los especuladores. El malestar social subió a la vez que lo hacía el precio del pan y el hambre, así que el gobierno de Antonio Maura actuó de forma expeditiva… salvo por un detalle; no legisló contra la retención del trigo, ni acotando la especulación, ni techando el coste del pan ya que era impopular decidir que el pan subía a casi 0,50 céntimos el kilo. Se legisló para bajar el precio decretando que el kilo de pan, en adelante, pesase 800 gramos. ¡Así, sin anestesia! Una artimaña bastante grosera que me recuerda —discúlpeme el lector— a las fórmulas en el recuento que se realiza de los fallecidos por la pandemia. Que la realidad no estropee una noticia ni evidencie una mala gestión. Me rompe los oídos la soflama de Millán-Astray: ¡Qué muera la inteligencia!
Y hoy seguimos igual, voluntariamente engañados, heredando la hipocresía de Erasmo, el artificio de Maura, el desbarre de Astray y la indolencia de las urnas que, a decir de las encuestas –también el CIS es un estómago agradecido- de celebrar hoy elecciones generales, las cosas continuarían más o menos igual. Deben de ser cosas del masoquismo electoral que se encuentra a medio camino entre el cálculo panificador de Maura y los estómagos luteranos de la lucha social.
