Señora directora:
Encuentras artículos de prensa, entrevistas, comentarios … que son inspiradores, que son ‘despertadores’ … retiran ‘el tapón del oído’.
A los sesenta y cinco años —o a cualquier edad en que la vida nos conceda un alto en el camino— se alcanza una certeza que pocas veces se enseña en la juventud: el verdadero aprendizaje no nace tanto del éxito como del fracaso. El éxito deslumbra, sí; acaricia el ego, sí; pero enseña poco, lo justo; el fracaso, en cambio, es ese Maestro grave (puede que agridulce) que obliga a mirar hacia dentro, a revisar lo hecho, a reajustar el rumbo.
Lo paradójico es que, siendo el fracaso tan fecundo, sea precisamente el miedo a tropezar lo que más nos paralice. Con los años comprendemos que los errores pesan menos que las oportunidades perdidas: duele menos haber errado que no haberlo intentado. Al despertar en una edad madura, el ‘malestar’ no procede de aquello en lo que fallamos, sino de aquello que dejamos escapar por temor a fallar.
Toda vida está hecha de aciertos y derrotas, pero son las derrotas las que más nos despiertan del espejismo del éxito. El éxito puede engañarnos, hacernos creer que todo lo hacemos bien; el fracaso, en cambio, desnuda nuestras ilusiones, nos pone frente a la verdad y nos exige crecer. Ahí reside su grandeza: no en el dolor que provoca, sino en la posibilidad de renacimiento que encierra.
Los estoicos lo comprendieron con admirable claridad. Marco Aurelio dejó escrito que “lo que se interpone en el camino se convierte en el camino”. El obstáculo no es un muro que impide avanzar, sino la propia senda por la que avanzar. El fracaso, entendido así, deja de ser condena y se convierte en oportunidad.
No se trata, claro está, de romantizar el sufrimiento, sino de comprender que ningún error es definitivo. Siempre es posible corregir, volver a empezar, reinventarse (perdonarse). En ese ejercicio de humildad y perseverancia reside la verdadera victoria: la de seguir aprendiendo mientras la vida nos dé tiempo y aliento.
Julio César