Cuarenta años son suficientes para convocar una fiesta por todo lo alto. Cuarenta años son necesarios para que el convite tenga lugar en uno de los lugares más prestigiosos de una ciudad pequeña en territorio pero grande en hostelería como lo es Segovia.
Y, por supuesto, cuarenta años han de ser bien llevados para que en la ceremonia se encuentren, desde niños a los que les falta el chupete por cuestión de elegancia hasta señores mayores a los que les sobra el bastón porque su Atleti, aunque a veces les mata, casi siempre termina dándoles la vida. Más vida aún de la que ya acumulan en sus recuerdos; todos aquellos sobre los cuales se apoyan cuatro décadas de existencia de la peña segoviana del Atlético de Madrid. Había que celebrarlo.
Para la cita se eligió el Hotel Cándido y, mientras fuera en Segovia el cielo del viernes se llenaba de ese tono entre azul titán y naranja que tienen sus noches, dentro, la entrada se iba llenando de tímidas pinceladas rojas y blancas que, en su gran mayoría, se trazaban en forma de pin sobre las solapas de las chaquetas de los más distinguidos. Algún otro había considerado que el escudo debía ser más grande y la elegancia menor y, aunque no llevaba la rojiblanca puesta, sí vestía alguna de las segundas equipaciones de los últimos años. Las bufandas también se enroscaban en algún que otro cuello demasiado poco caluroso.
Y en este ambiente de bandejas que van y vinos que vienen, apareció él; el más esperado. Sonriente y cercano. Enrique Cerezo, el presidente del Atlético de Madrid. El mismo que pocos minutos después, amable, pero con rostro tenso ante los medios, declaró algo que con su presencia certificaba, que “en el Atlético cuidamos mucho las peñas; siempre que puedo me escapo donde sea a pasar una noche con los aficionados y si es en Segovia, que además pilla cerca, es mucho más bonito”.
El presidente, que no daba pistas sobre el futuro del club, solo esperaba que su equipo ganase en el difícil enfrentamiento de ayer contra el Athletic de Bilbao y recordaba su pasado en Segovia, desvelando algo con lo que quizás no contaban los organizadores del evento: “no me gusta el cochinillo… viví aquí muchos años y acabé un poco harto… lo que me gusta es el cordero”, confesaba. ¿Problema? Ninguno; horas más tarde él mismo, junto a Julián Herrero, presidente de la peña, se encargó de partir el cochinillo como manda la tradición, con un plato blanco; tan blanco como el eterno rival, contra el que ya se había iniciado alguno de los primeros cánticos. Tímidos en sus primeras notas.
Los invitados fueron ocupando sus localidades en las mesas de un salón pintado, como no podía ser de otra manera, del rojo y blanco de los claveles entregados a las mujeres a la entrada y las banderas que colgaban de las columnas. El himno del Atleti, que momentos antes había sonado por los altavoces en un último ensayo, comenzaba a salir de las bocas más orgullosas.
Durante la cena hubo regalos para quienes por trayectoria los merecían -los cuatro presidentes de la peña-, y la noche transcurrió como había adelantado Cerezo: “lo vamos a pasar muy bien y vamos a estar muy a gusto, son gente encantadora”, dijo. Sin duda los cuarenta años de la peña bien habían valido un cochinillo.
